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El
desatascador de entuertos le decía con suma dulzura al mocho
virutero de serrines de promesas que palidecía su brillo cuando
secaba a causa de una algo nosequé que últimamente sucedía. Ella
estaba muy preocupada, pero todos esos objetos animados no parecían
estarlo mucho. Se encargaban de recomponer el desastre como si fuera
un juego sencillo de resolver. Estaban los desatascadores de
entuertos, el mocho virutero, la enhebradora de argumentos, la
máquina de conciliar inherencias, el extraperlador de suspiros, la
pulidora de rencores, los suplantadores de tropiezos y los
hilvanadores de recuerdos; el disolvente de legañas, el
desconchabador de cotilleos, la condensadora de fantasías, el
limitador de improperios, el embellecedor de malentendidos, todos
moviéndose sobre la mesa muy ajetreados. Armaban tal escándalo que
temía que el Mecánico, dormido sobre el banco de trabajo, se
despertara enfadado ante tanto ruido. Dentro de ese desorden, veía
sorprendida cómo todos los cachivaches se intercambiaban las piezas
sueltas que había desparramadas, volviéndose a montar entre ellos.
Tras el ajetreo, acabaron todos nuevamente montados, alegres por
verse otra vez en plenas condiciones de uso, más limpios y
brillantes incluso que cuando había sucedido el accidente. La
felicidad que les embargaba era tal que danzaban por toda la sala con
sus movimientos mecánicos. La máquina condensadora de fantasía se
le acercó y con gesto amistoso y le palmoteó en la espalda:
-
Eh, chiquilla, ya está todo en orden, despierta.
...
De la novela La isla de los simisognos, Javier Sebastián Redó
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