¿Cuántos
años tienes, Carmen?
Tantos,
que la gente no tenía calendarios.
Nació
en un pueblo cerca de la montaña, sólo recuerda de él los
plataneros de la carretera con sus ramas enlazadas techando el
camino. Luego la posguerra la empujó con saña a la capital. A
partir de entonces sus años se suceden como piezas de dominó que
caen en espiral. En espiral y hacia abajo.
El
laberinto de calles es un foso cada día más angosto.
Pese
a todo, se acicala a conciencia, presumida aún. Se mira en el espejo
y ordena su cabello amarillento en un moño, cubre su cabeza con la
pañoleta y limpia sus legañas con agua fresca. Pinta sus labios y
se besa en la distancia como para seguir queriéndose al menos un
poco. Toma la calle del Hueso, que a esas horas está llena de
perros. Ya tiene marcado un invisible camino por donde colocar sus
pasos. De tanto haber pasado sus zapatillas conocen al detalle los
bordillos y adoquines. Su perrita Rita la acompaña alegremente
olfateando las esquinas. Cruza Viveros y llega a la puerta de los
lavabos públicos.
-
¡Cada uno tiene su papel! – Chilla.
Abre
su mantilla y enseña los cuatro rollos de papel higiénico que lleva
colgados sobre su pecho. Conocedora de las horas punta en los
váteres, hoy ya ha sacado suficiente para comida para Rita, algo de
pan y una botella de vino.
No
da para mucho, pero vas tirando. – Afirma.
De
nuevo en su calle, mimetizada en el gris del humo fosilizado que
cubre el barrio, está la bodega de Ramonet. Ahí todo el mundo la
quiere.
¿Un
vino, Carmeta?
Gracias,
no se moleste.
¡Oh,
no! Es un honor. ¿Cómo va, Carmeta?
A
usted, joven, ¿Lo conozco?
¡Claro!
Soy el hijo de la Menchu, estaba en Londres, ¿Recuerda?
Ah,
sí.
Vuelvo
al barrio. Voy a reformar la finca del abuelo. Ahora estoy de
directivo aquí y he pensado conseguir algunas fincas por la zona...
nada, pequeñas cosas. ¿Y usted cómo está? Hacía muchísimo que
no la veía. Aún recuerdo cuando, aún siendo un nano le acercaba el
pan a su casa.
Pues
ná, el negocio va bien. La gente caga como nunca.
Y
se bebe el vaso de un trago.
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