Jacques.




Jacques era ese niño garrilargo que aparecía todos los veranos por el parque. Llegaba agitando sus pantalones cortos, resoplándole a su largo flequillo rubio se sentaba junto a la fuente. Allí se limitaba a observar balbuceando canciones para si mismo. No se le entendía nada. Eso pasaba porque era extranjero, de Extrangia.
Los demás muchachos formaban un corro curioso a su alrededor y le decían:
¿De dónde eres?
Pero él no entendía y respondía con una sonrisa de tonto.
Luego, en vista de que no podían sonsacarle nada, volvían a sus carreras bajo los plátanos, a cazar lagartijas o a jugar con las chapas, y él se quedaba hablando solo hasta que se aburría y volvía a su casa con el mismo caminar. Para los demás acabó por convertirse en un objeto entre los setos de madreselva.
Pero un día llegó al parque con un juguete alucinante entre sus brazos y ese día cayó la envoltura de silencio que lo distanciaba tanto de los demás. Se trataba de muñeco que fue el correveidile de todos los niños, grande y robusto, con pelo auténtico y barba, con unas grandotas manos articuladas. Se llamaba Bigboy y que era un súper-ranger de las fuerzas especiales. Resulta que Jacques tenía una habitación llena de ellos y que en su otra casa, allá en Estrangia tenía hasta un tanque teledirigido donde podían subirse a patrullar.
Jacques pasó de ser objeto de mofa a ser el número uno del grupo. Cada día traía consigo a Bigboy acompañado de nuevos complementos y los críos lo envidiaban tanto que perdieron el gusto por jugar a pisar hormigueros o a tirar piedrecillas a las parejas escondidos tras los árboles. Ellos querían a Bigboy y lo esperaban ansiosos.
Una vez Jacques llevó a su casa a los que se habían hecho sus mejores amigos y descubrieron asombrados que el cuarto lleno de Bigboys era cierto. Los había por todos lados, rubios y blancos, morenos y negros, cargados con todo tipo de aparatos, apostados sobre los muebles luciendo sus poses más feroces. Los muñecos cobraban vida con las voces de los niños. Corrían mil y una aventuras y siempre salían bien parados, por algo eran súper-rangers.
Así, cada miércoles, los chavales del barrio entraban en el lujoso caserón de la familia de Jacques con los ojos como platos, alucinando con todo. Ellos, que apenas tenían un diminuto Monta-mán de esos que vendían en el quiosco dentro de llamativos sobres de papel, siempre llegaban con sus mochilas cargadas de piedras. Cuando Jacques corría al grito de su madre a la cocina a coger la merienda, los niños del barrio sacaban las piedras de sus mochilas y las escondían bajo la cama del dormitorio, reemplazándolas por algún Bigboy bien parecido.
Cuando se iban con prisa recién acabado el pan con mantequilla de colores, Jacques enseguida echaba a faltar alguno. Ese día había sido Combat-Luxor, uno de sus favoritos, pero a pesar de todo, los despedía desde la ventana hasta que desaparecían por la esquina de la calle. Resignado, sacaba las piedras de debajo de su cama y jugaba con ellas haciendo hileras y formas geométricas. Enumeraba a los niños del barrio, pensaba en sus caras y se sentía muy contento de tener tantos nuevos amigos, harto de la estúpida sumisión de sus Bigboys de plástico. 

Javier Sebastián Redó, del libro Grumos en el barro

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