Zapateros y libélulas.





Casi mil zapateros pueden vivir en apenas cuatro metros cuadrados de río. Son constatadores fidedignos de la plasticidad del agua: en un eterno estado precario, sus seis patitas sin pies no se hunden en ella milagrosamente, la ciencia dice saber porqué, pero ni la gente ni ellos mismos saben cómo. Así que viven constantemente alucinados por éste hecho, como si acabaran de caer en el agua y descubrieran eso, que no se hunden y pueden deslizarse por ella como por arte de magia.
Luchan eternamente contra la corriente. Parece que sea un mal invento para los zapateros eso de la corriente, les obliga a realizar constantes brazaditas tísicas con tal de mantenerse en el mismo sitio, pero nada más falso: la corriente no es un fastidio para ellos pues les trae comida. La gente no sabe ciertamente qué comen los zapateros, será que no interesa pues no existe ningún tratado sobre ello.
Sin embargo, sí se habla de lo que comen las libélulas.
Es un dicho popular que las libélulas se comen a los zapateros, pero también es un falso mito. Para documentarse solo hay que ponerse de cuclillas sobre una roca junto al río y esperar el momento.
Una libélula gorda y ruidosa zumba sorteando los chopos exhibe su larga cola escarlata y fucsia, presumida. Revolotea sobre el agua y se detiene en un junco. En el río parece que llueva: son los zapateros se hablan provocando ondas en el agua como si cayeran gotas. La libélula astuta y les ve con sus trescientos ojos. Entonces se lanza en picado sobre un zapatero escogido al azar, se detiene un segundo a su lado y se va.
No se lo come.
Si no, ir un día al río y observarlo.
Repite la operación veces y veces, divertida, pero no se come ni uno.
Se acerca a sus oídos y se les burla, les dice:
Soy la libélula, puedo volar, puedo volar sobre vosotros, ridículos, que bailáis como bobos.
Y los zapateros se enfurecen y comienzan a mover sus patitas con frenesí, esperando que el mal karma de las presuntuosas voladoras las haga reencarnarse en su metamorfosis en vulgares zapateros alucinados.

Javier Sebastián Redó, de Grumos en el barro

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