El reflejo.



Juana tiene un espejo que está harto de verla, de reflejarla. Vive colgado junto a un perchero con toallas, a las que odia fervientemente: a veces le salpican y ensucian su rostro con la cal del agua.
Pocos días Juana descuida la puerta del lavabo abierta, esos pocos días en los que su espejo puede entretenerse un poco viendo lo largo del pasillo, su luz amortiguada. Cuenta las baldosas, ve el nacimiento y el desarrollo de la mágica borrilla sobre el suelo, la ve bailar y es un deleite para el sentido, su único sentido, pues es bien sabido que los espejos solo disponen de vista, no conocen el oído, el tacto ni tienen olfato.
Su rutinaria existencia se resume en estar todo el día a oscuras. Cuando, aburrido, cuando parece que no vaya a suceder nada, llega el sobresalto: aparece, grande, la cara de Juana iluminada por las luces. Es lógico que el espejo esté harto de verla, de reflejarla. Es por eso que se la inventa.
Por las mañanas, malhumorado, arrancado de sus sueños de vidrio deforma el reflejo de su cara y hace que Juana parezca un mono maltratado, con grandes ojeras, la cara caída y blanda. Está tan harto que tiende a exagerar en cada reflejo esta monstruosidad, se ha convertido en un experto de la deformación.
Y Juana vive apenada. Se ve fea y vieja, tanto que rehuye salir a la calle y llora por el pasillo.
Pero un día a una hora extraña, Juana aparece ante el espejo y el espejo harto crea uno de sus mejores monstruos, sin embargo esa vez ella no se entristece. Tras ella aparece un joven de hermoso rostro, la agarra por la cintura, aparta el cabello de su cuello con las yemas de los dedos y la besa. El espejo no puede impedir reflejar su sonrisa y se queda toda la noche pensativo, a oscuras, esperando volver a ver ese nuevo rostro que viene a reflejarse. Siente que puede ser el fin del hastío.
El joven no vuelve a aparecerse esa mañana, pero sí Juana, que se acerca a su espejo desnuda sonriendo con los ojos muy abiertos y besa el espejo con sus labios: el espejo no puede disimular su hermosura. Es más, le saca la moraleja a la historia y decide no volver a deformar jamás la cara de su dueña únicamente por el egoísta deseo de conseguir así nuevos rostros que reflejar.

De Grumos en el Barro, Javier Sebastián Redó

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