Ernesto Cerrilla



Ernesto Cerrilla vive al lado del inmenso vertedero de su pequeño pueblo. A través de una insegura plancha sobre la acequia puedes llegar a la barraca que Ernesto se ha construido lindando con el bosque quemado. Como todo es gris, ha pintado las chapas de aglomerado y uralita de color verde.
Un día, sentado junto a la acequia, le extrañó un bulto que bajaba flotando sobre el agua marrón. Valiéndose de un palo largo consiguió rescatarla. Era una muñequita repudiada de los barrios ricos. Antaño sería hermosa y blanco su vestido, ahora se ataviaba con andrajos como él, sus ojos estaban vacíos, negros agujeros, el pelo medio arrancado, deshilachado. Ernesto limpió su cara y su rostro lo encandiló de tal manera, que por las noches la hizo su amante y por el día su compañera enferma a la que traerle los tesoros más insólitos del vertedero. Siempre le hablaba y ella le respondía con su silencio. Primero Cerrilla se contentaba, luego se cansó de tanta indiferencia ante sus palabras, de tan poca postura, de mirarla a los ojos y no ver nada. Dejó de confiar en ella.
Una noche, estando ambos sobre el colchón lleno de orines secos, él se despertó atravesado por un escalofrío y viendo los ojos huecos de su amante plástica, creyó que quería asesinarlo; así que de un manotazo la tiró de la cama, la estampó sobre la chapa. Fuera de la barraca arrancó con saña sus miembros uno tras otro y los devolvió a la acequia y colgó la cabeza enredando sus pocos pelos en las ramas secas del bosque quemado.

Pasado un tiempo de lastimera soledad, junto a la acequia que manaba fango después de las intensas lluvias de primavera, Ernesto Cerrilla, que se entretenía viendo deshacerse los grumos del barro, vislumbró una forma extraña. La rescató con sus manos y descubrió otra muñeca desdeñada, con un solo brazo, con el cuerpo de tela, blando y la cara de falsa porcelana, infantil, con ojos de susto y gruesos labios que besaban en un suspiro. La adoptó. Ésta vez le concedió el don de la palabra:
¿Cómo te llamas, muñequita?
Grisela.
Un nombre muy lindo.
¿Quién es usted que me ha salvado del fango que se me llevaba?
Soy Ernesto Cerrilla. Soy el amo de todo lo que ven tus ojos, todo es mío.
La vista abarcaba interminables dunas de humeante basura.
Le buscó un buen vestido, le cosió lo desmadejado del brazo, peinó su crin de oro. Cerrilla se hacía el ventrílocuo y siempre conversaba con la señorita Grisela. Pero un día se hartó de oír siempre lo que él quería, así que tirando del pelo de Grisela le mostró la cabeza de su primera muñequita, así iba a ser su fin. Rajó la tela de su cuerpo y sus entrañas de algodón volaron como copos de nieve. Su cabeza de porcelana blanca colgaba en el bosque, con sus ojos de susto, balanceándose al viento.
Ernesto Cerrilla vive en una casilla junto al vertedero, junto al bosque quemado lleno de cabecitas de muñecas que con los años ha repudiado. En las noches de cierzo se golpean las unas a las otras componiendo para Ernesto una extraña melodía que no lo deja dormir.

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