El profeta de la marabunta.



Pequeñito, gafas de sol para ocultar sus ojos de insecto insomne, empaquetado en un viejo frac, solemnemente se sube a la caja que ha birlado de la Boquería. Se arregla las arrugas de su vestimenta y bebe pequeños sorbos de la botella de agua que ha llenado en la Font de Canaletes. Comparte rambla con volátiles tahúres y trileros, mimos melancólicos, geniales músicos sin suerte. Pero él no es uno más: Se sabe profeta de la marabunta.
Cuando ve que se ha formado un buen corrillo de curiosos a su alrededor, aclara la voz y empieza su retahíla de funestas predicciones:
Los científicos han descubierto la existencia de una gran colonia de hormigas que abarca toda la costa mediterránea. Antes, las hormigas se peleaban entre hormigueros. – Dice a modo de introducción.
Recuerdo cuando era un niño jugar a coger una hormiga de un hormiguero y meterla entre las hormigas de otro. Las otras le atacaban. Ahora no. Ahora no sucede eso. Todos los hormigueros se han coaligado formando una inmensa colonia. Parece ser que es debido a el impacto que el humano está ocasionando en su hábitat que las ha obligado a juntarse para hacer frente común. Las hormigas son así. Se adaptan a lo que se les venga y siempre sobreviven. Hace millones de años ya estaban por toda la tierra. Cayó un inmenso meteorito que acabó no sólo con los dinosaurios, sino con un ochenta por ciento de las formas de vida del planeta, pero las hormigas sobrevivieron. Ellas son las verdaderas dueñas del mundo. Han demostrado que saben vivir en equilibrio con la naturaleza, incluso le son beneficiosas. Están en todas partes, bajo las calles, en todos los hogares. Siempre que dejes un bote de azúcar abierto, al poco rato estarán ellas formando filas de obreras y enviando exploradores alrededor. Están en los edificios de los estamentos oficiales y en las fábricas, están en los silos de armas nucleares y se han visto en naves espaciales. Se comunican con bailes, chirridos, rastros químicos y antenas mediante lenguajes complejos que desconocemos. Los individuos no existen, son como un solo ser vivo, colonias inmensas regidas por una jerarquía salvaje y natural de supervivencia. Son los seres perfectos. Son, como digo, las dueñas del planeta. Lo serán incluso después de que la raza humana se extinga. Y no falta mucho para ello. – Sentencia gravemente.
Se ha creado expectación a su alrededor. Japoneses divertidos lo fotografían. Una señora con una pamela roja parece muy afectada por sus aseveraciones: Espera preocupada. Tiene una voz grave y atronadora que no corresponde con su pequeña envergadura. Tiene, ciertamente, don de orador.
Falta poco para que las hormigas se den cuenta de que para asegurar su supervivencia deben acabar con la nueva plaga que se ha extendido sobre el planeta. Esa plaga está creciendo tanto que hace peligrar la naturaleza entera. Esa plaga es un mono degenerado. Son seres sofisticados y sin escrúpulos. Son la raza humana. Yo os aseguro que ese día pronto llegará, el día fatídico en que a la señal de tres, todos los hormigueros del mundo escupirán sus infinitas tropas con el fin de regenerar el planeta. Serán los Días de la Marabunta. No vengáis a pedirme consejo, no vendo la salvación, sólo sé que ese día llegará y os advierto. No creáis que existe alguna salida, el mal ya está hecho, nuestra especie condenada. - Detiene su sermón como si escuchara algo. Sus espectadores guardan silencio por si escucha tambien ellos algo - Viene la Marabunta.- Dice con voz terrorífica- ¿La ois? Ya ruge y nada podrá salvarnos.
Efectivamente, hay jaleo rambla arriba. De entre la gente salen dos policías. Tiran de la manga de su frac diplomáticamente y hacen bajar al profeta de la caja de verduras.
A ver, usted, ¿tiene permiso?
Yo no pido.
Pues anda, circule. Y ustedes también, ¿Qué miran?
Yo no pido… sólo advierto.
Y yo le advierto de que si no se marcha nos veremos con la obligación de arrestarle.
Bajo la solapa de su frac, se esconde una senda de hormigas, la misma que cosquillea por su espalda y entra en el hormiguero que han fundado en también ero de su oído. Allí, la reina le sugiere con su silbido sedoso que se tranquilice. Sonríe arreglándose el cuello de la camisa mientras se pierde entre la gente, esa pobre gente ignorante del futuro que les espera.

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