El día que no me conozcas




El día que no me conozcas



El día que no me conozcas habré de recordarte, le decía, y efectivamente, así tuvo que hacerlo.
Primero fueron pequeños descuidos, actos involuntarios de naturaleza extraña, olvidos y equivocaciones. Es fácil asociar todo eso a los años y por ello al principio se excusa y se comprende, pero cuando Dionisio empezó a explicar cosas que seguro que no habían sucedido y a tener algún percance, como cuando dejó durante toda la mañana el fuego encendido socarrando el cazo de la leche, el asunto empezó a resultar preocupante. Decidieron ir al médico y les llevó Teresa. Ella, que aparentaba no querer saber nada de sus padres, debió entender que la cosa era seria. Dionisio se sintió indignado, quería conducir él, le recriminó que los acompañara y Teresa aguantó estoicamente, resignada a su mal humor habitual, aquella lucha desesperada perdida de antemano que le agriaba el carácter, esa falta de resignación ante la evidencia, el vértigo que provoca la vejez no asumida.
¿Cómo se llamaba ese alemán que me vuelve loca? Era un chiste ácido que Aurora contaba. Pues eso, Alzheimer.
¿Para qué saberlo? se preguntaba Dionisio cuando Teresa los dejó en casa. ¿Para qué saber que vas a ir diluyéndote poco a poco? A cierta edad lo poco que nos queda es rememorar lo vivido, como si nos convirtiéramos en almacenes de recuerdos. Si cuando necesitas de uno, vas a buscarlo y lo encuentras hecho añicos, una parte tuya ha desaparecido para siempre. Se detuvo un buen rato ante la verja mirando con nostalgia la casa, el seto descuidado, las hojas secas acumuladas, aquellos recios muros del hogar que había construido, que iban a sobrevivirle sin origen.

Hay un álamo que plantó cuando hicieron la casa. Creció junto a ella y en casi treinta años se había levantado por encima de los demás árboles, haciendo bailar sus hojas plateadas enviando códigos arbóreos a la brisa del mar de cada tarde. Dionisio lo observa tras el cristal, sentado en su butacón con la revista del pueblo sobre su regazo, solo ve las fotos, las letras cada vez las hacen más pequeñas y ya no puede leer, y mira que leía. Aurora sí que lee, y apunta notas con letra temblorosa en recortadas cuartillas.

Fue en una biblioteca donde se conocieron. Dionisio estaba estudiando mecanografía y contabilidad. Sus padres murieron cuando la guerra y vivía lejos del pueblo, en casa de sus tíos, en aquella ajetreada pequeña ciudad a la falda de las montañas. Le insistían que debía forjarse un porvenir y él, sin entusiasmo, acometía los estudios con rigor y disciplina. Acudía todas las tardes a la biblioteca, que era un remanso de paz en medio de la atropellada calle principal, donde estaban los comercios de las grandes familias del lugar, tiendas de paños, zapaterías y sombrererías junto ultramarinos, carnicerías y tiendas de salazones. Tras sus puertas, Dionisio respiraba aquel aire calmo de olor a papel viejo y humedad y se sentía más en casa que en su propio cuarto del piso de los tíos.
Aurora trabajaba ahí. Primero no se fijó en ella, no puede decirse que fuera un amor a primera vista. Debía estar contratada de auxiliar o algo parecido, recorría silenciosa las grandes salas colocando libros. Su presencia era algo etéreo, ascendía las escaleras como si no tocara los peldaños y la sentía pasar como pasa un fantasma, un pequeño despiste en la concentración del estudio. Luego empezó a hablar con ella, le pedía libros y ella miraba las fichas, pasándolas con sus largos dedos, mordiéndose un lado del labio inferior, con gesto eficiente. Él se apoyaba en el mostrador del vestíbulo y la observaba cuando sabía que no lo veía. Nunca ha sido muy dado a las palabras, mas ella tenía otro carácter, como del sur, y enseguida preguntaba curiosa.
No eres de la ciudad, yo tampoco, mi madre quedó viuda cuando la guerra y vinimos del pueblo, añoro el mar. ¿Has visto el mar? Deberías verlo, quienes nacemos cerca de él luego lo necesitamos de cuando en cuando. ¡Hace tanto que no voy al pueblo! Ves, sin embargo, yo no he visto nunca la nieve, bueno, una blanqueada sí he visto, pero no nieve, nieve de verdad como en las montañas, tú sí debes haber visto. Y él cerraba los ojos y un alud cubría el interior de sus párpados, los árboles esforzados aguantando el peso blanco, el espejo de hielo de la superficie del lago.
Así, Dionisio se oía contestando un improvisado interrogatorio, no a disgusto, pero con respuestas parcas y ajustadas. Empezó a desear sus preguntas, y se sentía disgustado cuando en lugar de ella estaba aquel conserje arisco y de olor a cigarro y se le iban las ganas de pedir un libro. Aprendió sus horarios y siempre encontraba motivo para acercarse al alto mostrador, barrera física opuesta a la barrera que entre ellos estaban derribando. Conversaban de cosas banales, lo de siempre, el tiempo, el cine, los estudios, el mar, el pueblo. Cuando aprobó los exámenes y no había de estudiar más, Dionisio se aficionó a las novelas de acción. Apuntaba los títulos que su tío tenía en casa y los pedía en la biblioteca. Ella, lejos de resultar molesta por la constante, velada pero evidente aproximación, siempre le correspondía con una sonrisa y alguna broma y entonces volaba sobre el entarimado con sus alados piececitos de bailarina sabiendo que él la seguía, jugando a no saberlo, exagerando los movimientos. Supo que un día la siguió a prudente distancia hasta su casa. Debería haber visto una casa normal de una chica normal de una familia normal.
Primero hice como que no me daba cuenta, pero a la tercera vez giré y te pillé. Entiende, ya podía preocuparme, pues, ¿y si esa apariencia tuya de muchacho perdido, inseguro, dulce, e ingenuo era falsa? No podías fiarte en aquella época.
Ni ahora, sí que lo recuerdo.
Estabas más asustado que yo.
¡Qué va! Lo que sí recuerdo es la vez que me hablaste bajito, más bajito que de costumbre. Te hablaba de mi primer trabajo, en la notaria de Velázquez, no me gustaba, y susurrando me contestaste muy seria que tú amabas tu trabajo.
Aurora entorna los ojos, emocionada por el recuerdo. Miran juntos el álamo flamante a media tarde. Temblorosos, nudosos dedos cogen su mano.
Era la guardiana.
Corva la espalda, mira a Dionisio que parece volver a estar ausente y sigue hablando con cierto tono recriminatorio.
De todos los trabajos, el mío era el más importante. Te dije que los cuarteles tenían armas, los bancos lingotes de oro, en las iglesias moraban perdones y remordimientos, pero mi labor consistía en guardar el más gran tesoro que podía tener no solo la ciudad, la humanidad entera. Ese edificio contenía todo el saber, todo lo aprendido a lo largo de milenios, cálculos e historias, mapas o medidas, inventos y documentos, teorías y recetas y fórmulas. Yo era la guardiana del tesoro, y tú te lo creíste.
La guardiana del tesoro. Repite el anciano con una repentina falta de reconocimiento, como si fuera una historia ajena.
¿Recuerdas? ¿Lo recuerdas? Pregunta Aurora, porque su mano ha caído y sigue mirando por la ventana como si no hubiera nada, ni esa nube clavada en el centro del cielo.

El vacío no es nada, el vacío está lleno, solo que todo se desordena, se hace trizas, como virutas de una serrería. El vacío se piensa negro, pero es colorido porque contiene todos los colores que se han visto en la vida, solo que se mezclan. Había junto al río varias serrerías, de aquellas de antes que iban con el agua de los ríos. En muchas ocasiones Dionisio llevaba la comida a su padre y pasaba la tarde ayudando e intentaba poner voz de mayor cuando respondía. Se entretenía bajando al pueblo, vadeando el rio, saltando de piedra en piedra cuando ya caía la noche. Siempre se mojaba los zapatos. ¿A qué me viene ahora esto? Hacía mucho que no lo recordaba. Hay memorias confortables, momentos guardados que parecen activarse para endulzar el presente, como un resorte. Venía a cuento lo de la serrería por las virutas que quedaban al cortar los troncos en tablones. ¿Cómo recomponerlas, volver a unir lo desmenuzado? Es imposible, inútil y estéril.

Dionisio visitaba cada día la guardiana del tesoro. Una tarde en la que apenas había gente en la biblioteca, a última hora, Aurora, atrevida, le habló del mundo secreto. Ahí todo era posible, un país de libro, nadie vigilaba lo que hacías, nadie te juzgaba. Le preguntó si quería verlo. Inflamado de misterio, el muchacho la acompañó agarrado a dos dedos de su mano. Ella abrió la puerta y ambos entraron. Dentro del cuarto donde estaba el mundo secreto, recorrió dunas, subió montañas, cruzó ríos, se adentró en selvas inexploradas y resolvió enigmas y confirmó hipótesis. Salió de ahí renovado y diferente, poseedor de una nueva sabiduría. Ese secreto acabó de unirlos, los hizo cómplices, lo guardaban como un oculto y privado paraíso. Cuando él la acompañaba a casa al cerrar la biblioteca, solo se rozaban castamente el dorso de la mano, pero un fluir eléctrico unía sus pieles. Era el anticipo de agarrarse, de estrecharse, del abrazo.

Se casaron un soleado y ventoso domingo de marzo. Pocos invitados, poca ceremonia, un convite humilde. El traje de Aurora disimulaba su embarazo. La madre no ocultaba su amargura, el resto se mantenían resignados, siguiendo el protocolo con una aparente normalidad. El vértigo de los novios se desató cuando quedaron solos en la habitación correcta y humilde del hotel, una mezcla de miedo, dicha y curiosidad. Empezaban una nueva vida juntos, cerraban una etapa y empezaban otra sin mapas ni equipaje.

A partir de entonces, Aurora claudicó a realizar sueños. Se resignó a cumplir su papel de esposa y madre, en esos tiempos, un papel de normas bien delimitadas y estrictas. Lo hizo alegremente, todavía estaba enamorada, entendió que había de asumir la condición que le había sido otorgada por nacimiento. Dejó el trabajo en cuanto Dionisio entró con plaza fija en una oficina de la capital. Ahí, rompió vínculos con sus amistades, se alejó de su madre y resto de familia. Lavaba la ropa, la tendía, la planchaba y volvía a guardarla en el armario, iba a ese inmenso mercado dejando el dinero justo como para no perderse en el laberinto de lechugas, tomates y legumbres. Cocinaba aunque no se le daba muy bien, se esforzó en mantener la casa limpia hasta el último día de embarazo.
Teresa nació el día de Navidad. Había nevado, -en la ciudad sí nevaba-, y los árboles de las montañas que cerraban la capital llevaban sombreros blancos. Teresa era menuda, únicamente una mirada sorprendida, todo ojos, unos ojos que se clavaron en la madre nada más salir al mundo y que firmaron un vínculo que había de ser indestructible, para toda la vida. La rutina adquirió un sentido y un motivo, y poco a poco la niña fue creciendo. Se hizo sonrosada y rolliza, balbuceaba y mostraba una gran sonrisa al reconocer a su madre. Se convirtió en su salvación, su consuelo, su confidente muda, y fue la fuerza que la impelía. Lo opuesto a su esposo.
Dionisio se tomaba el trabajo muy a pecho, siempre regresaba tarde de la oficina, cuando la niña ya dormía y Aurora tenía tiempo para devorar silenciosamente sus libros. El trabajo le absorbía no únicamente durante la jornada laboral, si no que le hacía tener la mente en otros lugares. Se hizo aún más parco en palabras, apenas respuestas monosilábicas, y Aurora cada noche escuchaba su propio monólogo delante de la cara monolítica del marido. Cada vez más escasas veces pasaban el pestillo del dormitorio. Hacían el amor sin palabras, maquinalmente, ella no podía fundir con sus manos la escarcha que envolvía la piel de Dionisio. Silenciosamente desesperaba. Intentaba encontrar el motivo de la distancia y se culpaba a ella por no culparle a él. Quizá era demasiado pesada, demasiado charlatana, quizá no cumplía suficientemente bien en casa, tal vez no se arreglaba demasiado ya que no había dinero para ello. Pero el fondo de la cuestión era él; ella no podía reconocer que se había equivocado, que vivía con un desconocido, que la imagen que tenía de él era invento, y que no podría jamás conocer la esencia que le habitaba realmente. Era un asedio desigual donde el atacante apenas tenía armas y quien vivía al otro lado de las murallas no estaba dispuesto a ceder y tenía defensas y provisiones. Dionisio, con los años pasó de la indiferencia y el desánimo al mal humor. Se sentía ultrajado cada vez que sentía violentada su rutina y su intimidad. Era muy estricto con la niña y la reñía por cualquier cosa que hiciera.
Sólo te fijas en lo malo. Es un encanto.
Sí, lo es, pero lo hago porque quiero que en el futuro sea una mujer de provecho.
Y Aurora pensaba qué sería una mujer de provecho, y si ella lo era, y le venía a la mente la imagen de un desagradable e inmenso glotón devorando una niña, como el Saturno de Goya.
La amargura que rondaba por la casa comenzó a colarse en su interior. La alegría quedó reservada para justas ocasiones, la pasividad y la pereza la acompañaban, pero quién realmente la habitaba era una melancolía inmensa. Supo que siempre llevaría a cuestas el lastre de los sueños incumplidos. No iba a ser quién había querido ser. Ella había nacido para ser estrella. Amaba el arte, la cultura. En la biblioteca había sido la guardiana del tesoro, con él hubiera podido construir una vida nueva, crear. Antes escribía y cantaba, ya de pequeña destacaba en el coro parroquial, e inventaba historias que escribía en papeles robados con letra temblorosa, letra de zurda obligada a ser diestra. Engañada por ella misma, había estado largos años cortándose las alas, arrancándose primero meticulosamente las plumas, cortando la carne, serrando los huesos. Ahora ya solo quedaban dos tristes muñones que habían dejado de sangrar, una cicatriz oscura. Y esa melancolía se trasformó en rabia.
En ciertos momentos confesaba muy seria: Me equivoqué, no debía haberme dejado los estudios, ni el trabajo en la biblioteca, ni cantar, ni escribir. Se convirtió en una frase que repetía con cada ve más frecuencia, en los momentos más desesperados, como una oración que pudiera salvarla.

Hay nidos de golondrinas en la pared del almacén. Como es primavera, las crías alargan el cuello y abren sus picos amarillos, la madre pasa como piedra en una onda, así los alimenta. Es hermosa la vista desde la casa, desde ese retiro que buscaron cuando se jubilaron. Es un paisaje detenido el que se ve por la ventana, solo cambian los matices, los colores de las estaciones.
¿Quieres un café con magdalenas?
Él la mira sin reconocerla, como si fuera la primera vez que la viera.
¿Adrián?
Soy Aurora, cariño, tu mujer. Te traigo un café con magdalenas, que te gustan mucho.
Gracias. Están muy buenas.
Siempre has sido un goloso. ¿Recuerdas cuando te comiste la tarta que me regalaste el día del premio?
¿Qué premio? Pregunta el anciano.
El que me dieron cuando mi primer libro.
Ah.
¿No lo recuerdas? ¡Estaba tan contenta! Te la comiste toda. Siempre me has hecho regalos que en fondo era para ti.
Antonio, no bajes, quédate esta noche a dormir en la serrería. Antonio el titán, se escucha decir.
Dionisio nunca abrió la boca para decir las palabras que hubiera tenido que decir, y éstas se quedaron en el fondo del cesto de palabras que tenemos cada uno, podridas, contaminando las otras que utilizaba. Por ello su rostro reflejaba un regusto agrio cuando las palabras pasaban por su gaznate. Pero si hubiera desvelado sus secretos, nadie le hubiera entendido y su vida habría sido otra, casi seguro mucho más difícil. Ese silencio era la mejor defensa, la mejor opción, la única forma de seguir adelante en esos tiempos. Su silencio escondía varias amarguras. Una era que la guerra había truncado su infancia de tal manera que jamás había podido reponerse. Su padre había vuelto del bosque, agotado de trabajar todo el día en la serrería. Le admiraba, admiraba su esfuerzo, su resolución. Para él era un héroe mitológico, infranqueable y estricto, luchador. Quería ser su espejo. No recordaba Dionisio ningún momento dulce junto a él, como mucho alguna palmada en la espalda de reconocimiento. Se afanaba por agradarle, por merecerle, pero el padre nunca se conformaba. Jamás pudo hacer algo por lo cual su padre se sintiera orgulloso. Su figura de titán invencible se desmoronó esa noche en que golpearon la puerta y no supo si abrir o esconderse. Finalmente abrió resignado y se lo llevaron en un camión temblando de miedo junto a otros del pueblo. No lo volvió a ver, igual que a su madre, que se fue al día siguiente a buscarlo con la ceguera turbia de las lágrimas. Quedó solo en casa. Solo escuchaba el viento. Nadie vino a visitarle. Cuando escaseó la comida, vagó por el pueblo como un espectro, ya que nadie parecía verle, no le dirigían la mirada, como si no reconociesen en él al hijo de Antonio, el que trabajaba en la serrería. Bajó a la ciudad dejando atrás su infancia, y ahí, acogido y refugiado en casa de sus tíos, empezó una nueva vida. Fue a la escuela, donde cargaban fusiles de odio y miseria, ocultó su rencor a aquellos que justificaban la muerte de sus padres, pero nunca se hizo seguidor de su causa, nunca les creyó.
Su otra amargura, mucho más oculta todavía, era su diferencia. Era distante a los demás compañeros del colegio, equidistante más bien, pues los otros intuían esa diferencia y le dejaban al margen de sus juegos. Con el tiempo se fue dando cuenta de la naturaleza de sus deseos, y a medida de ello, y al mismo tiempo, fue ocultándolos. Nadie debía conocer su desviación, esa abominación innombrable, pecado mortal. Fue tan cauto y tan eficaz en ello, que consiguió ocultarla a él mismo durante años. No reconocía como propios sus deseos, los apartaba de su mente como si fuera otro quien lo tentara. Pero cuando creció la niña, y la madre perdió la ternura de su belleza, los deseos acudieron a él de nuevo. Entonces ya los reconoció como parte suya. Hubo de asumirlos, resignado ante una fuerza mayor. Y a esos deseos les puso un nombre: Adrián. Era un compañero de trabajo, pasó sin más, luego siguieron viéndose hasta su brusca muerte. Adrián fue su secreto mejor guardado; su nuevo mundo secreto. Nada le delató, y eso fue su otra amargura.

El día que no me conozcas habré de recordarte, le había prometido al principio de su enfermedad. El alzheimer había progresado mucho. De manera imparable recorría su cerebro quebrando los hilos que tejen los recuerdos, dejándolos deshilachados, sin sustento ni orden. Es una muerte lenta, probablemente más dolorosa para el que queda que para el que la sufre. Aurora piensa: ¿para qué recordarle los días grises de la ciudad, la rutina de años y años? ¿Para qué? No hubo nada excepcional, nada digno de mención. Además, ¿qué puede recordarle? Únicamente su propia y aburrida vida, la suya, la de Dionisio, era un silencio. La conocería él, pero ella no, desde luego. Podía recordar los momentos juntos del inicio. De ahí, escarbando todavía recupera recuerdos dulces, pero de después...
A partir de ese momento Aurora comprendió qué había de hacer. Iba a inventar su historia, la de ella y la de ambos. Todo aquello que pudo haber sido y no fue. Iba a recapitular, a empezar de nuevo una nueva vida en un nuevo mundo.

Por la mañana venía una cuidadora para ayudar a levantar a Dionisio, lavarlo, acicalarlo un poco y luego darle el desayuno. Cuando la cuidadora marchaba, Dionisio tenía su sesión de tele mañanera y mientras ella ordenaba un poco la casa, cuidaba las plantas del jardín, leía un poco, paseaba el perro, charlaba con los vecinos y sobre las doce preparaba la comida. Comían a la una y volvía a acompañarlo hasta la salita, lo sentaba en el butacón y enseguida se adormecía. A esa hora llamaba Teresa.
Hola mamá. ¿Cómo estáis? Y esas únicas palabras endulzaban íntimamente la existencia de Aurora hasta la llamada siguiente.

Teresa. El mismo nombre que su abuela. Calladita como su padre y el mismo carácter fuerte. Había crecido muy pronto, eso le parece a todas las madres, que ven cómo desde el momento de serlo el tiempo se acelera. Jugaba mucho rato sola, dos muñecas de madera mantenían largas conversaciones con vocecillas cantarinas; discutían, se reprochaban cosas, pero al fin llegaban a un necesario entendimiento y ello las alegraba muchísimo, pues había gran jolgorio. Siempre era mejor acabar así la historia en lugar de con un conflicto no resuelto, el cual se interrumpía definitivamente y hacía que acabara el juego. Aurora la dejaba estar horas y horas así en su cuarto, en su mundo secreto. Disfrutaba viendo cómo la niña edificaba su mundo interior, ese territorio inmenso y desconocido que ella también había tenido, donde todo era posible. Era una exploración necesaria para saber que había más cosas más allá de la gris rutina en la que vivía, e igualmente necesaria para sobrevivir en ella. Para Aurora, la imaginación había sido la tabla de salvación en medio de ese océano de cemento, entre los restos del naufragio de una guerra. Teresa iba a necesitar también de ese recurso; no parecía que iban a venir tiempos mejores.
Aurora volcó todas sus esperanzas en su hija. Todo lo que no había sido había de ser ella. La renuncia a sus deseos serviría para que se hicieran realidad los de Teresa. Recordaba con frecuencia una mañana de domingo. Secretamente se juraba que lo que había visto lo había visto de verdad. La niña estaba despierta desde temprano y jugaba sola en el cuarto. La observó sin que se diera cuenta de su presencia. Desde el vano de la puerta, en el contraluz de la ventana, distinguió en la espalda de Teresa las suaves protuberancias del inicio de unas alas.

Las discusiones de Teresa con su padre aumentaron cuando se hizo una adolescente. Ella defendía su independencia, se reivindicaba diferente. Dionisio quería tenerla controlada sin darse cuenta de que había dejado de ser una niña y ella no soportaba que constantemente le dijera lo que tenía que hacer y la criticara por todo. Entendía que su padre no iba a aceptar cómo era, que no le gustaba. En cuanto pudo, marchó a estudiar bellas artes a la ciudad junto al mar, motivada por alejarse del hogar familiar, conocer nuevas gentes y lugares. Dionisio no quería que fuera, prefería que se quedara en la ciudad y estudiara algo más de provecho, pero la joven fue tan insistente, declarándose en constante conflicto y sin ceder un palmo, que gracias a la complicidad de la madre, al final consiguió marchar.
En el país, el vencedor se había cansado de apretar la bota sobre su contrario. En las calles de la gran ciudad se respiraba cierto relajo, y Teresa las recorría con esos sus ojos llenos de admiración por cualquier cosa, guiada por su curiosidad innata. Su imaginación conseguía crear posibilidades y esperanzas. Fue buena estudiante y fue lo prohibido. Hizo todo aquello que en casa de sus padres, en su ciudad, no hubiera sido posible. Tuvo amistades profundas, probó diferentes amores, se interesó por la cultura en general y derivó en ideas políticas que entonces no estaban permitidas. Demasiado pronto, demasiada anticipada, arriesgó y pagó. Hubo de volver como hija pródiga al frío recaudo familiar, asustada de las posibles represalias por trasgredir prohibiciones. Consiguió un humilde trabajo de portera y pudo emanciparse. Ahora tiene casi cincuenta años y vive sola. Aun juega con sus personajes inventados, ahora de manera silenciosa. En sus ratos libres pasea, fuma, pinta cuadros. Recibe de vez en cuando alguna visita discreta.
Durante largo tiempo apenas hablaba con su padre, pero hubo cierto acercamiento cuando Dionisio empezó su vejez. En esos años Dionisio relajó las defensas; si bien nunca reconoció como errores ninguno de sus actos, pudieron mostrarse cierto afecto, volvieron a conocerse, asumieron el carácter de cada uno y vieron lo que había de reflejo el uno en el otro, pues eran la misma sangre. Luego vino la enfermedad y pronto el anciano dejó de reconocerla. Ir a visitar a sus padres se convirtió en una pesada rutina que había que cumplir. Salía de casa de ellos cargada de amargura, de recuerdos negativos, asimilando una despedida que se volvía eterna. Regresaba agobiada a su hogar, su refugio solitario. Se bebía un buen vaso de ron y luego, subida en la silla de su escritorio, abría las ocultas alas.

El barco parte el océano con su surco. Navega más allá del confín de lo conocido. Los delfines juegan con su estela, saltan y lanzan gritos agudos, haciendo cabriolas, brillando sus lomos, con esa sonrisa fija. Es hermoso observarlos desde popa, en el barandal de la cubierta. Aurora y Dionisio se agarran para compensar el vaivén del barco. Millas y millas les separan ya del paisaje en blanco y negro del país que abandonan, el océano es azul intenso, el cielo límpido y sonante. Íbamos a nuevas tierras, ¿lo recuerdas?
Como si fuera ayer.- Responde Dionisio.
Nos amábamos.
Mucho.
El continente emergía plagado de montañas y selvas, coloridas ciudades por conocer, interminables caminos por seguir. La lengua era hermana y pronto entendieron las charlas de calle, los correveidiles, el estado de las cosas, la idiosincracia nativa, esa manera de entender las cosas de manera diferente. Fueron unos años muy felices.Cuando descubrimos la ciudad de Polinesia, nos enamoramos del bullicio de sus calles, de sus sencillas y hermosas casas coloniales, de sus grandes parques donde sonaba música a todas horas y la gente podía holgazanear, cantar, hacer barbacoas. La ciudad tenía algo de misterio, parecía existir un secreto común y de vez en cuando sucedían cosas inexplicables.Eso nos producía un excitante interés. Tanto nos gustó ese ambiente que decidimos quedarnos ahí por tiempo indefinido. Alquilamos una casa junto al puerto, era pequeña y humilde, pero con vistas grandiosas.Veíamos la bahía, el verdoso lienzo del mar extenderse, las casas colgando de las montañas cubiertas de plantas floridas. Tú madrugabas y preparabas el desayuno. A mi se me pegaban las sábanas y me despertabas a besos lentamente. Luego bajábamos al paseo de la costa, a ver los chiringuitos, las paradas de frutas, las partidas de ajedrez. Manteníamos largas conversaciones con la concurrencia en la terraza de algún café. Luego la ciudad nos absorbía, callejeábamos en su laberinto y siempre descubríamos algún rincón nuevo, mágico y encantador. Hubiéramos jurado que el día anterior ese rincón no estaba ahí, algo extraño, era como si las calles de Polinesia fueran como ramas que crecían, como si la ciudad misma se reprodujera, construyéndose cada día sobre si misma. De pronto nos dábamos cuenta que teníamos un hambre voraz y comíamos cualquier cosa siempre a deshora. Cuando el sol caía, regresábamos lentamente a casa alargando aún más el paseo, caminando descalzos por la arena de la playa, dejando que las olas nos mojaran. En casa nos separábamos para leer o para hacer cosas cotidianas de la casa, pero pronto nos buscábamos, nos encontrábamos e irremediablemente nos amábamos.
Dionisio la mira con extrañeza y ella no sabe si está o no está, si es el anciano, el adulto, o el niño el que le habita. Aurora le pregunta como un desafío: ¿lo recuerdas? Él empequeñece lentamente los ojos hasta cerrarlos y susurra con voz grave: Claro, claro que lo recuerdo.

Qué bien hablas.
Tanto libro...
Deberías escribir. - Dice Dionisio.
Ya lo hago, lo hacía también en Polinesia.
Sigue contándomelo. No lo recuerdo.
Ahí estábamos; yo, por las noches, cantaba en algunos cafés delante de un público melancólico. Gustaban mucho mis canciones de un país gris y lejano. Tú hacías de representante, siempre muy digno, hablando con pasión de mis habilidades, y mostrando las tuyas, tu arte de convencer.
La semana antes del Día del Pájaro no entendíamos nada. Toda la ciudad se detuvo. No había nadie por la calle, el silencio era denso de cuchillo, sobretodo ahora que nos habíamos acostumbrado a tanto barullo. No encontrábamos a nadie en nuestros paseos, por tanto, no podíamos preguntar qué era lo que estaba sucediendo. Nos temíamos que pasaba algo grave. Llegamos a la conclusión que la gente estaba encerrada en sus casas, pues todas estaban cerradas a cal y canto, cosa que no sucedía habitualmente. El día anterior del Día del Pájaro los habitantes de la ciudad fueron saliendo de sus casas como despertando de un profundo letargo. Abrían las puertas y se estiraban perezosamente. Todos llevaban una extraña giba sobre sus espaldas que abultaba bajo la ropa. Algunas eran tan grandes que corvaban la espalda de sus portadores, a quienes el resto mostraban una admiración casi mística y silenciosa. Respondían a nuestras preguntas susurrándonos: el Día del Pájaro es mañana.
¿Qué sería el Día del Pájaro? Al día siguiente lo descubriríamos.
De madrugada, un trajín difuso nos despertó. Con las primeras luces todo el vecindario salió a la puerta de sus casas, sin hablarse, como si no se conocieran. Se plantaron hasta que el sol les daba en la cara. Entonces, con una pereza inmensa, fueron desnudándose. Todos tenían alas, eso resultaron ser los bultos en la espalda. Eran unas alas grandes, de plumas preciosas, tornasoladas, verdes y moradas o negras o rojizas que acicalaban, y con disimulada altivez las comparaban con las de los otros vecinos alados. Se les veía muy presumidos. Luego extendían ostentosamente las alas esperando que el sol moviera las corrientes y a grandes zancadas, con la torpeza de quien aprende, alzaban el vuelo. El cielo se llenó del enjambre de pájaros humanos. Volaron hasta los límites de la ciudad, allí donde empezaba la frondosa selva, y se saciaron de frutas exóticas. Al atardecer anidaron en lo alto de las casas. Lanzaban graznidos al aire hasta que poco a poco fueron ovillándose en el nido, como afectados por un ligero sueño. Ya era de noche cuando se alzaron, ya sin alas y entraron por el terrado a las casas con un gran huevo rojizo bajo sus brazos.

Es un fresco día de finales de febrero. El álamo es un esqueleto. No recuperará sus hojas pues el tierno corazón de su tronco es alimento y cobijo de termitas. Vuelan palomas. Cuando entra Aurora arrastrando las zapatillas, Dionisio la mira con esos ojos vidriosos que ya no pueden reconocer nada ni nadie. Aurora se sienta a su lado, le aprieta mano, dos ramas leñosas entrelazándose. Él ya solo balbucea, pero continúa mirándola como pidiendo ahora: sigue, ¿por dónde iba la historia?
Una sola lágrima resbala por el rostro de Aurora.
¿Cómo iba diciendo, Dionisio? Ah, sí. ¿Recuerdas la letra de esa canción que cantaba en el café del puerto, en Polinesia? Entona una melodía: Los días son motas de polvo, son motas de polvo, el tiempo como pájaros.
Y un gran pájaro, anunciando la primavera, cruza por delante de la ventana.
Ambos creen ver en él el rostro de Teresa.


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