Diario de alarma, decimoquinto día

Diario de alarma, fotellín de ficción de cuarentena por entregas.

Decimoquinto día

Zlap zlap de zapatillas, Homer Simpson por los suelos, su cabeza chafada por mi peso: Carlos me regaló en mi cumpleaños esas zapatillas de ir por casa ridículas pero muy calentitas, las cuales conviene lavar frecuentemente a menos que seas amante del queso francés. Clinc del microondas, clinc clinc, tilín tilín de la cuchara, espiral de café con leche, remolino, tornado, huracán y galaxia. Sssssshz del agua del grifo, ruun de la persiana al subirse, blam de la ventana, groooo el agua de los vecinos, tun tun de sus pasos descalzos sobre el techo.
Clinc clinc clinc tilín tilín zlap zlap sssssshz ruun blam grooo tun tun, bostezo, clinc clinc clinc zlap sssssshz ruun blam blam tilín tilín grooo tun tun tun, la sinfonía de la mañana, el canto coral de las casas.
Enciendo la radio de la cocina, bajando el volumen la obligo a cuchichear para que no despierte a Lucía, el decreto aqueapruebehoy el Gobiernoes tablece las activida des esencia les y las que no lo son, los dos ámbitos con mayor incidencia serán el de la construcción y el de la industria, alimenticios o de primera necesidad, tal y ayer como avanzó el Gobierno del presidente , se prolongará su vigencia en principio, las durante próximas semanas dos a de mañana partira fectadas de creto... El alud de noticias surealistas, inconsistentes, distópicas, se pierde mientras me concentro en el blanco colorido del patio de la cocina, las paredes desconchadas, los cables y tuberías que ascienden al terrado, ahí donde ya desde primera hora de la mañana se escucha el repetitivo gorgojeo de los palomos. Las palomas tienen mal gusto, no sé qué deben encontrar de sugerente en semejante canto de reclamo sexual del macho. Yo ayer por la tarde y durante la noche, también canté, pero ejerzo mi derecho a la intimidad. No voy a contarlo todo en este diario. Además, hay cosas que no pueden narrarse, hay que vivirlas. Me vienen unas imágenes...
- Buenos días, - canta Lucía, y se estira apoyada en la puerta.
- Hola, ¿qué tal dormiste?
- He soñado, por eso me he despertado temprano. Estaba mi familia y rollos de papel higiénico ardiendo, mucho humo, policías y caballos, el perro de Doña Paquita ladrando, vecinos tirando cosas desde las ventanas, y no se podía salir de casa, y una oruga verde.
- ¿Una oruga verde?
- Sí. Invítame a desayunar.

Como a primera hora da el sol, salimos a la terraza. Un vecino hace pesas, otro riega las plantas, otra fuma marihuana en pijama, otro ha colgado la bandera de España, otra la estelada, otro la blanca y azul del Málaga. Pasa un coche que se salta el stop del cruce, voces robóticas salen por sus ventanas y los graves del bombo hacen temblar los cristales en esta tranquila mañana de domingo. Paran delante de nuestro edificio y del de enfrente sale una chica corriendo, mirando el móvil se sube al coche, sin guantes, sin mascarilla, ninguna profilaxis. La conductora grita al vecindario:
- ¡Pringaos! - Y arranca quemando rueda, no dejando que le alcance ninguno de los objetos que los vecinos empiezan a tirarle dedicándole las palabras más duras de sus vocabularios.
Hay un piso del cual, aunque el coche ya ha desaparecido hace rato, siguen cayendo cosas, enseres de todo tipo, una estufa de aire caliente, cargadores, alargadores, bolsas de basura. Todo el mundo va saliendo a los balcones. Zapatos, pantalones y faldas, ollas, unas muletas, un satisfayer, libros y revistas cayendo como pájaros, electrodomésticos que revientan.
- ¿Estás loca? - Le chillan.- Vas a hacer daño a alguien. Vamos a llamar a la policía.
- ¡Que vengan! ¡No aguanto más esta mierda!
Dos niños gemelos se asoman por la otra ventana del piso, un robusto joven con síndrome de down sale al balcón, llorando intenta detener a la mujer que sigue tirando móviles y una tablet, una silla, una mesita, el televisor, un suicidio materialista en toda regla. La policía no viene y el piso ya debe estar casi vacío. La mujer desaparece. Los dos niños miran la montaña de objetos destrozados desparramados en la calle, el joven llora hecho un ovillo junto la baranda. Una anciana en silla de ruedas acude desde el interior a consolarle. Alguien grita desde un lugar que no podemos observar:
- Hay que animarse, no debemos dejar que nos pierdan los nervios, por favor. Hay que ser razonable y pensar que estamos todos y todas en las mismas condiciones, en la misma lucha. Juntos podemos con el virus. Hemos de ser fuertes, por favor, ayudarnos...
La mujer vuelve a salir a la terraza, todavía más colérica, le interrumpe:
- ¡Y quién me ayuda a mi! ¡Quién me ayuda a mi! ¿Eh, payaso? ¿Quién me ayuda a mi? - Y tras la catarsis, su grito se convierte en sollozo, su cuerpo se derrumba sobre la baranda, el pelo cubre su rostro, balanceándose. Todo el vecindario muere un momento, acuchillado por el silencio. Todos debemos haber pensado lo mismo, que puede salir de su encierro por el balcón, volar un último momento, pasar a ser parte del montón de objetos rotos sobre la calle. Pero no quiere darnos el gusto, ese abyecto gusto mortuorio, ese amor a la catástrofe ajena. Se incorpora, mira desafiante al vecindario convertido en público de un drama, nadie aguanta la mirada y poco a poco vamos entrando en nuestras respectivas casas, avergonzados.
En el salón el aire es espeso, huele a sexo, a cuerpo, al frito de la cena. Lucía decide ir a limpiar su piso. Yo me ofrezco acompañarla, pero dice que no, que son sus cosas y quiere hacerlo ella. Me alegro. Pienso quedarme todo el domingo haciendo el huevón en casa. Vaya idea más original. Así que pienso y pienso. Pienso en la ley de Coulomb, me viene a la cabeza el nombre de Assumpta Serna pero no recuerdo la cara ni a qué se dedicaba, estoy por buscarlo en internet, pero pienso que qué tontería. Enciendo la tele y al poco rato me agobio. Empiezo un libro que criaba polvo pero no logro concentrarme. Aunque no es buen momento, debería bajar la basura. Atufa, no la he bajado desde antes de la detención. Bajo silenciosamente la escalera con tal mala suerte que Doña Paquita sale al rellano en ese preciso momento. Nuestros rostros quedan palmo a palmo, sus ojos aumentados por las gruesas gafas de pasta se abren como platos, sus arrugas se concentran a los lados del rostro estirando los labios, frunciendo el ceño.
- ¡Eres tú! ¡Criminal!¡Qué le has hecho, pobre animalito!
- Perdone, quería hablar con usted, se me escapó...
Comienza a golpearme con el bolso, que usa a modo de mangual, debe llevar un yunque dentro. Da brazadas en el aire enfatizadas por la florida luminosidad de su boatiné, patadas de pantufla y medias anchas. Huyo hacia mi piso, cargado con la basura. Chilla en el hueco de la escalera:
- ¡Asesino! ¡Mi perrito! ¿Qué les ha hecho al pobre Pito? ¡Seguro que te lo has comido, caníbal, en la tele dicen que ya se están comiendo los perritos!


(Continuará)

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