Diario de alarma. Día tercero

Diario de alarma, folletón de ficción a modo de diario personal de cuarentena por entregas. 

Día tercero

Hoy me he despertado caprichoso y con la intención de tomarme las cosas de otra manera. Esto va para largo y tendremos que darle la vuelta al asunto, disfrutar de estos momentos tranquilos, relajarnos, resignarnos. Me dedicaré a hacer puzzles, u ordenaré la colección de sobrecitos de azúcar, haré meditación (trascendental), aerobic (demodé), puedo mirar de aprender lenguaje de signos o euskera o urdu o suomi o lapao (también demodé), escribir un diario de esta cuarentena que a nadie pueda interesar pues esta jodienda es muy democrática, a todas y todos los pringados y pringadas nos da por saco. Puedo aprender a hacer bizcochos no decepcionantes, aquellos que los ves dorados, henchidos y rollizos dentro del horno pero que después al sacarlos se deshinchan. No sé, cualquier cosa o todas a la vez, tengo un universo de posibilidades ante mi. 
El reflejo de mi rostro en el espejo enseña un tipo desarreglado. De momento voy a afeitarme esta barba de cuatro días. Y además, decidido, me dejo bigote. Un buen bigotarro, a lo Magnum. No me lo pienso cortar hasta que acabe la cuarentena y las cosas vuelvan a su sitio. Sé que es una promesa arriesgada, porque en el fondo hay una sombra, un presentimiento oscuro y preocupante de que nada va a volver a ser como era antes. ¡Aparta ese pensamiento!, me digo. Sé positivo. Un buen bigote de Turco o de Tunecino. Para luchar contra el islamismo radical la dictadura tunecina prohibió a la gente dejarse barba, los barbudos se convirtieron entonces en  peligrosos terroristas, ¡pobres hispters! Por eso muchos se dejaron bigote. Se deberían cruzar por las calles reconociéndose entre ellos, sintiéndose como miembros de un escuadrón secreto, reprimido pero resistente. Pues voy a dejarme bigote, un buen bigote, sí señor. 
Bajo la escalera la mar de contento, a veces sé ser un buen coach de mi mismo, con la mochila con el bocadillo de mortadela con aceitunas y Tulipán del que disfruto por añoranza, por recordar mi infancia, con un bote de solución desinfectante y un rollo de papel de váter por si acaso. Cada mañana la calle está más vacía. Llego al trabajo y la puerta está cerrada. Miro la hora, son las ocho y un minuto. Descubro un papel pegado a un lado, mojado por la lluvia de anoche. En resumen dice que ha llegado una notificación en la cual se considera que nuestro trabajo no es un servicio indispensable y que mientras dure el estado de alarma la empresa no abrirá sus puertas. En vista de los acontecimientos se nos recomienda recluirnos en nuestras casas a la espera, ya se nos notificará en breve las instrucciones para poder hacer teletrabajo. ¿Pero si yo trabajo en una barbería de mulos! ¿Teletrabajo? ¿Cómo va a ser eso posible? ¿Con photoshop? No sé a qué Doctor 
Marañón se le ocurre decir que no somos indispensables. Me resulta insultante, una falta de respeto, no conoce lo amplio que es el campo en el que trabajamos, pues también trasquilamos ovejas y ovicápridos en general aunque estemos especializados en mulos, yo concretamente en los pelos de las orejas. 
Vuelo a casa desinflado. Se ha petado mi globito, no lloro porque soy mayor y hombre y no toca por convenio. Arrastro los pies por la calle, vencido, a recluirme. Yo me quedo en casa, yo me quedo en casa. En casa tengo internet y puedo hacer palomitas y ver una película en el canal siete. Planazo. Tan compungido voy, tan confuso, que no tomo las debidas precauciones. Abro la puerta del edifico sin mirar, entro y choco de frente con la vecina de mi planta, la del cuatrocé, con la que estoy balcón con balcón, que debe salir a pasear su chihuahua por cuarta vez. Ella está a punto de caer sobre el animal, por ello la sostengo agarrándola con ambas manos. La correa del perro me provoca un traspiés y como ella es bastante corpulenta su peso me vence y acabamos los dos sobre el suelo. Estoy sobre ella un segundo que parece eterno, un momento muy extraño. Enseguida nos incorporamos asustados. El perro no para de ladrar.
¡Calla Pito!
Disculpa.
Podrías mirar por dónde vas. Vaya susto.
No sabes cuánto lo siento, lo siento muchísimo, iba distraído.
Casi chafamos a Pito.
Sí, pobrecito, es una monada, – miento mientras lo imagino chafado por nuestros cuerpos, pegado al suelo como atropellado, bidimensional. - Lo peor de todo, es que nos hayamos tocado. Con esto de la pandemia... No te toques la boca ni la nariz ni los ojos sobretodo. ¿Quieres gel desinfectante?
¿Tienes el virus?
No que yo crea. Pero ves a saber, dicen que es tan contagioso...
Dicen, dicen. ¿Acaso crees todo lo que dicen?
Bueno, la cosa es seria. 
Sí que lo es, desde luego, pero no es lo que parece, ¿sabes? Esto es un golpe de estado mundial. Algo nunca visto, y nosotros en nuestras casitas tan tranquilos.
Bueno, no creo que nadie esté muy tranquilo. 
¿Sabes lo que está pasando? El modelo capitalista no puede sobrevivir de la manera que estaba haciendo hasta ahora. Necesitaba el virus. Entramos en una etapa de Ecofascismo global. Nada va a volver a ser como antes. 
Mujer, serán unos meses malos, no es para tanto. 
¿Tu crees? - me mira burlándose de mi inocencia. - Piénsalo. Vamos Pito, ¡a mear farolas! Buenos días.
Buenos días, y disculpa.
Entro en casa, tiro mi ropa dentro de la lavadora, desnudo corro a la ducha sin tocarme, como si hubiera removido purines con las manos. El agua de la ducha baja en torrentes puros y clorados. Por el hueco de la escalera, se escucha doña Paquita, la vecina de abajo,  canta la vida es una tómbola de luz y de color. Ecofascismo, vaya ocurrencia.

(Continuará)

Comentaris