Diario de alama. Trigésimo noveno día.

Diario de alarma. Folletín de ficción y fricción
Trigésimo octavo día.
Morgan.
Me he acostumbrado a levantarme tarde. Cuando salgo de la habitación el chimpancé no está. Suele bajar por el árbol a hacer monadas por el pueblo. Mi padre tampoco, habrá subido al terrado de madrugada a hacer el saludo al sol y sus historias de yoga. Es buena señal que siga con todo eso, parece que goza de buena salud, a pesar del desmayo del otro día. Me preocupa más su salud mental. No creo que sea muy bueno estar solo en las montañas. Siempre le digo que se venga a vivir al pueblo, pero es un cabezota redomado.
La enfermedad está remitiendo. Todo y eso, al despertar, es como si mil enanos armados con barras de hierro hubieran golpeado mis huesos durante la noche, produciéndome dolores pequeños repartidos por todo el cuerpo que se resumen en un malestar general. Expulso a los enanos con corona, se van enfadados, jurando que volverán. Eso pasa con los reyes: se aferran al trono, si se les expulsa juran volver, si se les guillotina, les crece la cabeza. Enciendo la tele, salto por los canales, propaganda, virus, propaganda, virus y una interesante carrera de atletismo. Es en alguna ciudad norteamericana, un montón de corredores sudando juntos, la multitud agolpada tras las vallas, jaleando a los atletas. Debe ser una reemisión de antes de la pandemia. Ver ahora toda esa gente junta resulta antihigiénico. Dentro de poco nos parecerá una guarrada estar pegados unos con otros, como antes en los autobuses, los conciertos, los teatros, las playas, los partidos de baloncesto, los mercados, igual que ahora nos parece asqueroso que en un restaurante un compañero de mesa apague un cigarrillo en el plato de los postres. Me cansan las carreras. El canal de noticias veinticuatro horas, desgracias non-stop, muestra un barrido de la cámara por la superficie del mar. Al fondo, un punto diminuto, luego un barco rojo trasladando gente casi moribunda desde un frágil lancha inflable. Veinte segundos de noticia, después, extenso reportaje de cómo lleva el confinamiento en su mansión un jugador de fútbol. Mi mente se escampa en la imagen del mar, que ha dejado un poso en mis pupilas.
El mar, el mar sigue pasando, barriendo los continentes, anegado las últimas montañas. El mar de este Diluvio, creciéndose, cubriéndolo todo. El mar de las entrañas que sale por los ojos, con embate de olas, golpeando la roca de los acantilados. Salvando los escollos, el mar siempre avanza, lamiendo la playa hasta el desgaste, llevando la arena a su fondo abisal para formarla de nuevo en roca. Somos como peces llevados a la orilla, abriendo nuestras agallas para respirar aire venenoso. Boqueando morimos por nacer, en la agonía de la vida empujados fuera de nuestro medio. Tenemos solo un deseo en nuestra simple mente, volver al mar para no morir. Nuestro interminable tiempo de agonía en la arena es solamente un pálpito, un instante inapreciable, ola de mar.
Las barcas no nos salvan, siempre zozobran. Cada día nos ahogamos. Llueve sobre el mar, el viento mece su piel gris como el cielo. Hay un gigante poderoso en la orilla, un gigante formado por muchos cuerpos montado el uno sobre el otro. Ruge la tormenta, pero aún así se oyen los gritos de un barco que naufraga a pocas millas de la playa. El gigante está sentado, oye el clamor de socorro, pero él mira su ombligo. Grandilocuente se aqueja para si mismo, hace de su dolor el único para no oír así los males que afligen a los otros. Por ello, su silencio egoísta se vuelve motivo, culpa y mano ejecutora del dolor ignorado de los otros. El dolor de los otros acaba, aunque él no quiera, siendo parte de su dolor pequeño, como el que yo siento. Las olas agarran la barca con fuertes dedos, los cuerpos forman una agónica danza macabra entre burbujas. El gigante podría alzarse, dar un paso en el agua, salvar con las manos el cascarón diminuto, pero no hace nada, sigue exagerando su pena mirándose el ombligo. Él también morirá, no le va a salvar ignorar los gritos. De hecho, ignorarlos será lo que le mate. Pero las barcas de la vida siguen insistentemente navegando y naufragando, perseverando en el ahogo. El gigante de Europa se deshace, tiene dolor y se vuelve todavía más egoísta, tanto que solamente procura salvarse a si mismo, no sabe que o nos salvamos todos o no se salva nadie. El mismo virus que enferma el mundo es el que ahoga las gentes en el mar. Nadie está yendo a salvar las barcas.
Entra mi padre en casa, sereno como un Pantocrátor. Se ha lavado bien el aura y reluce con su blanca blusa de algodón, le queda mucho mejor que el traje de Dark Vader.
- Namasté, - me dice con media sonrisa post orgásmica.
Pienso en una posible película protagonizada por él. El Salvador vs Alien Predator, una lucha épica para salvar la tierra de una terrible invasión extraterrestre. El Salvador, con sus poderes milagrosos de partir mares, lanzar peces y panecillos, levantar zombis y enviar plagas de langostas, contra los rayos láser enemigos.
- Te veo muy recuperado, - dice.
- Pues sí que estaba mal.
- No te lo quería decir, pero estabas hecho una mierda. ¿Y el mono? Había quedado con él y con Lucía para grabarle explicando la historia del siglo XXII, para su emisión en directo en el Yutube ese.
- Ha salido a dar un paseo. A ver si con suerte no vuelve. Ha dejado el sofá perdido de restos de cacahuetes. Me he levantado a mear a medianoche y casi resbalo con una piel de plátano.
- Tu piensa que a un ser tan evolucionado, con tanto conocimiento, que sabe todo del futuro, no tiene que preocuparse de esas nimiedades.
- Lo que pasa es que es un guarro.
En ese momento aparece saltando por la ventana. Nos hace la señal de la cruz, como una extrema unción.
- Venga, - dice mi padre, - en un rato vienen a grabarte.
Va al cuarto de baño, nunca cierra la puerta cuando hace sus necesidades, juega desenrollando papel de váter, que sale disparado como una larga alfombra hasta el comedor.
Míralo, me tiene harto, desaprovechando una cosa tan preciada en estos días como el papel higiénico.
- No lo entiendes, Liberto. Precisamente se trata de eso, de despreciar las cosas mundanas, centrarse solo en lo trascendente.
- Estás fatal, papá. ¿Por qué no vuelves a la terraza y le das saludos al sol de parte mía?
- Sí me iré, pero porque le dije a Doña Paquita que jugaríamos un guiñote. Pero después, ahora he de traducir lo de Yutube.
- Ala pues.
Al poco rato llama Lucía. Le abro, trae una cámara y un ordenador portátil, pregunta por mi padre y por el mono.
- Sí, están los dos. ¿Por mi no te interesas? - le digo.
- Bueno, ya veo que estás mejor.
- Sí.Aunque parece que recuperarse va para largo.
Al pasar la arrincono, le sujeto el hombro, miro sus ojos y pregunto como un niño:
- ¿Todavía no me ajuntas?
Ella esboza una sonrisa reconciliadora.
- Aún me dura un poco el enfado. Te pasaste, no se trata a la gente así.
- Te dije que me arrepentía.
Me alegra profundamente que me esté perdonando, dentro de poco podré volver a acostarme con ella, que es lo que realmente me interesa, para ser sincero. Noto un sorprendente principio de erección cuando lo pienso, pero aparece el mono. Me ha robado la gomina, esa gomina gran reserva que nunca utilizo, un fósil de cuando tenía suficiente pelo. Se ha peinado hacia una lado y parece Rafael Hernando. Viste camisa y americana, se ha hecho bien el nudo de la corbata, cosa que solo los seres altamente evolucionados son capaces de hacer. Lucia planta el trípode, coloca la cámara, conecta el ordenador, me pide la wifi y el mono empieza a hablar, traducido por mi padre con tono épico.
(Continuará)

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