Diario de alarma. Cuadragésimo primer día.

Diario de alarma. Novelita en folletines.
Cuadragésimo primer día.
El padre.
El agua debe silbar por el caño de la fuente, que se antoja como una flauta de la tierra, una melodía constante, sin estrofas ni estribillo, un om, un canto tibetano. Las gotas suenan a campanillas.
Amanece y el sol sale nuevamente, refrescado por su baño nocturno en el Mediterráneo. Las nubes se agolpan a las puertas de las montañas, pero son tímidas y no deciden bajarse al llano. Subo por el sendero empinado. En frio me duelen las rodillas, la ascensión cuesta bastante pues hay tramos que son auténticas escaleras de piedra. Muy pronto me detengo cogiendo aire, mirando la planície más ancha y distante. Los últimos temporales han cambiado la línea de la costa, han deformado el Delta. Jamás pensé que llegaría a ver esos cambios. Siempre, aunque no queramos, menospreciamos la fuerza renovadora de la naturaleza. Nos sobrevivirá; nos han hecho pensar que cuando nosotros no estemos acabará todo, pero ahí están Aditi, Tiamat, Umai, Mari, Coatlicue, Astarté, Gea, Cibeles, Pachamama, Freya y todas las demás diosas de la Tierra, para reconstruir lo destruido. Gaia reacciona como un perro rascándose para quitarse cuanto antes un parásito. El sendero ahora discurre zigzagueante por el fondo de un barranco. Los robles lo cubren todo con una bóveda oscura y espesa, el suelo está húmedo, un fuerte olor a hojarasca descomponiéndose, a musgo, a helecho. Dicen que la fuente de la Doncella no ha parado de dar agua desde que una joven de la corte quedó petrificada por su reflejo en el hielo. Existe una cubeta labrada en la roca, envuelta de hierba de pozo, casi fosforescente, donde ella se vio. Cuando voy a beber del caño, veo cómo bailan las salamandras en el agua cristalina. Dibujan con sus lunares amarillos curvas y círculos y espirales, escriben palabras en alfabetos que no puedo entender. El agua helada moja mi paladar, lo llena de sabor a hierro, desciende por el gaznate y pienso si no seré yo también fuente, parte del perpetuo ciclo del agua.
El recuerdo se disipa.
¿Qué hago yo aquí? Todo está en penumbra. Las persianas forman cuchillas de luz que rasgan la oscuridad, hiriendo con su luz muebles antiguos, un espejo descascarillado, una mesita de noche con un flexo con el cable de cordón, un montón de novelas de Harlequín con las puntas desgastadas abiertas como un diminuto oleaje de papel. Sobre una cómoda distingo una especie de altar rodeado de antiguas fotografías. Un joven con uniforme militar, la típica foto de la mili que yo nunca tuve pues deserté y me fui a París, a buscar la playa debajo de los adoquines, una pareja de ancianos en blanco y negro posando ante un decorado neoclásico, una pareja abrazada con el acueducto de Segovia de fondo, un recuerdo del Monasterio de Piedra, una botella de plástico con forma de virgen de Agua de Lourdes, un termómetro con la foto circular de dos pistoleros en Almería. Estoy tumbado sobre la cama, la capa abierta, las piernas juntas, las manos sobre el vientre sosteniendo la espada láser, como el cadáver de un rey católico. Respiro con dificultad dentro de la máscara. Me la quito y siento alivio. Se abre la puerta y aparece Doña Paquita de la mano del mono.
- Se ha despertado, - me dice.
- ¿Qué hago aquí?
- Estábamos jugando la partida de guiñote y se desmayó y cayó al suelo. ¿No lo recuerda? - Cuenta Dona Paquita.
- No, no me acuerdo de nada.
- Conseguí sentarlo y parece que la copita de licor Camelitano le sentó bien. Le dije de ir al piso de su hijo. Pero se mareaba. Pudo llegar a mi dormitorio, se tumbó, pidió más Carmelitano, se acabó la botella, le traje Anís del Mono y se lo bebió. Cuando llegué con el ponche ya dormía.
El mono mira la botella de anís, se reconoce en la etiqueta, lame las gotas secas del cuello de la botella. Intento incorporarme, pero siento mareo. La habitación se mece como un barco en la tormenta. Doña Paquita sube la persiana, fuera hace un día radiante y silencioso.
- ¿Quiere que le traiga algo, hijo? ¿Una taza de malta tal vez? Tengo galletas maría o mantecadas o carquiñolis, ¿una manzanilla, maría luisa, té de roca? ¿un pacharán?
- No, gracias.
- Bueno, si quiere algo lo dice. Voy a un momento la azotea a tender la ropa.
Nos quedamos solos el mono y yo. Primero se sienta a los pies de la cama, me mira preocupado. Descubre un trozo de papel pintado ligeramente despegado e intenta estirar de él, una reacción muy lógica.
- No lo hagas. Harás enfadar a Doña Paquita.
Me mira contrariado, con gesto de decir: lo hago si me da la gana. Yo añado:
- Por favor.
Desiste de hacerlo. A cambio, se tumba a mi lado en la cama. Ambos miramos el techo, las molduras de escayola, la cenefa de papel pintado que remata las paredes, la lámpara de plástico amarillo. El cuadrado de sol se va desplazando lentamente. El mono me coge de la mano. Está muy fría o yo estoy muy caliente, es rugosa, con las yemas duras al final de esos largos dedos.
- Este tiempo se acaba. - Dice el mono.
- Todo tiene que acabar. un día u otro. Todo tiene que acabar para que otras cosas comiencen.
- Así es.
- Valle tenía un sueño recurrente. Ella corría por una pradera infinita llena de amapolas, un viento cálido formaba olas en la hierba, mecía su cabello dorado. Nuestra casa estaba en medio, nuestra casa recientemente encalada, luminosa. Yo la esperaba, era un reencuentro después de largos años. Volvíamos a ser jóvenes. Teníamos muchas cosas que contarnos, muchas caricias que darnos, pero sin urgencia. No había prisa, íbamos a tener todo el tiempo del mundo.
- Es hermoso, - dice el mono.
- Se fue y me dejó solo. Desde entonces, no he vuelto a ser el mismo. Durante largos años le tuve rencor. Estuve a su lado hasta el final. Ella sabía que su enfermedad era incurable. Yo aseguraba que los médicos estaban equivocados, fuera de la medicina convencional me aferraba a todos los remedios posibles, buscaba cualquier tipo de terapia por extravagante que fuera, me convencía de que podía valer cualquier remedio milagroso. Pero ella se resignaba, se daba cuenta de que no podía hacer nada, entendía la vida tal como es, no como yo, que pienso que es un tragedia y siempre he estado luchando contra ella de manera inútil. Se fue dulcemente, como siempre había sido. Me dejó solo, a mi y a Liberto. Liberto me odió de repente, buscó otro camino, quería olvidarme para así olvidarse de su madre. Solamente verme le provocaba dolor, le traía recuerdos demasiado dolorosos. Quiso ser todo lo contrario que yo. Lo entiendo, necesitaba alejarse. Sin decirlo y quizá sin saberlo, me culpaba de la muerte de su madre, como si mis creencias fueran las culpables. Aunque no era justo conmigo, siempre comprendí y respeté su dolor. Él debía volar, escapar de la pena. La pena me la guardaría toda para mi. Estaría solo, con nuestros perros, los gatos, las gallinas, nuestra casa encalada. Allí, el espíritu de Valle me acompañaba. Ella todavía vivía en mi mente, me hablaba.
- Tu casa debe ser un lugar bonito.
Lo es. ¿Tú crees que cuando cierre los ojos nos encontraremos en ese prado verde?
- Los humanos tenéis que creer en esas cosas. Aunque queráis, nunca podréis entender la esencia circular de la vida. Yo creo que nos disolvemos y ya está, nada más, no somos tan importantes para ser únicos ni para que nuestra esencia perdure, pero es normal que tú necesites creer, es tu naturaleza, te entiendo.
Se dibuja la silueta de un pájaro en el cuadro de luz del techo. El reloj marca cansado los segundos.
- Hazme un favor, - digo tosiendo. - Llama a Liberto enseguida.
(Continuará)

Comentaris