Diario de alarma. Cuadragésimo quinto día

Diario de alarma. Folletín diario
Cuadragésimo quinto día.
Morgan.
Pum, pum ¿Quién es? El Ministerio de sanidad llamaba a tu puerta. Sonaban las campanas de la iglesia, la sirena de la lonja de pescado, la megafonía del Ayuntamiento, los coches de policía. A la calle, a la calle que ya es hora de pasearnos a cuerpo. Victoria, victoria. Las tanquetas del ejército se retiraban, ya habían vencido al virus con Fairy y a cañonazos. Unidos podemos y juntos hemos podido. La radio y la tele lo anunciaban. El presidente lo aclamó solemnemente, a su lado, vestidos de domingo, pulcros médicos y robustos generales chaperos. También apareció Su Majestad sobre zancos con el robot de su mujer y sus hijas clónicas de película de terror. El monarca se quitó la mascarilla, su consorte no, pues si se la quitara se quedaría sin rostro. Victoria, victoria. Cadáveres de los virus se amontonaban en las aceras, rueda que rueda con sus cerdas amarillas el coche cepillo de la subcontrata de la subcontrata de la subcontrata del servicio de limpieza municipal, que los recogía para llevarlos al vertedero de campaña instalado eficientemente por la UME en solo cinco horas y cuarenta y siete minutos. El cura se paseaba subido en un remolque, escupiendo agua bendita, gritando aleluya con un gran retrato de San Pancracio Precario, patrono de los ERTEs y de los EREs.
¿Por qué nadie salía a la calle? Hacían omiso a la buena nueva, ¿estarían distraídos, no se enterarían? ¿Tendrían síndrome de Estocolmo agudo? ¿Añorarían el virus? Yo sí quería salir, me quité envoltorios de pastelitos del regazo, aparté al mono que dormía sobre mi barriga, intenté levantarme pero las piernas no pudieron con mi peso. Me apoyé en la mesita del comedor, logrando despegarme del sofá. Todo crujía. Me resbalaban la manos por la grasa de las alitas de pollo que comí, tiré el vaso de medio litro de Coca-cola, se derramó formando un jarabe viscoso entre los restos de pipas y migas de Donuts rosas. Me balanceaba camino de la puerta de casa con pasos de la longitud de un pepinillo, chafando restos de comida. El sudor del esfuerzo entró en mis ojos, ácido y ligeramente dulce. El Ministerio de Sanidad seguía llamando insistentemente a la puerta. No se daban por vencidos.
- Señor Buenaventura Liberto Floreal del Rio, a la calle, ha acabado el estado de alarma, estamos salvados. - Gritaron desde el otro lado.
- Ya voy, ya voy, dije masticando, con la boca seca como si hubiera comido siete yemas de huevo duro y una docena de polvorones.
Al fin conseguí llegar hasta la puerta, el Ministerio iba avisando a los otros vecinos. Gritaban: victoria, victoria. Me puse las cabezas de Homer Simpson en los pies, dando vueltas como una pelota en el suelo, con mucho esfuerzo. Al intentar salir no podía pasar por la puerta, estaba tan gordo que era imposible. Me levanté la camiseta y fregué las lorzas perimetrales de la cintura con los restos de grasa que tenía en las manos, por ver si así lubricado lograba pasar, pero no hubo manera. Me sentí frustrado. Estábamos salvados y para celebrarlo hubiera ido a tomarme un pulpo con alioli, sepia rebozada, unas almejitas, dátiles de contrabando, una ración de gambas, para después del aperitivo comer una fideuá negra con cangrejo azul y un suquet de rape con patatas, pero la morbidez frustraba mi escapada. Si mi padre es Dark Vader yo era Jabba el Hutt, una especie de rana gigante con triple papada, dobles sobacos, los dedos como patatas siamesas, la panza esférica y brillante contenida por el obligo prominente, como el nudo de un morcón, a punto de reventar y derramar estrepitosamente todo lo comido y todo lo bebido. Miré por la ventana y los balcones estaban llenos de gente esférica, gritando socorro con voces agudas como una coral de peces globo. Me alegré por los obreros, nada de crisis, iban a tener trabajo de sobra para ampliar puertas, escaleras y ascensores.
Ayer llamaron a la puerta y desperté sudando. Me costó levantarme pero no era por el peso, era por la debilidad, las largas secuelas que deja el virus. Comprobé aliviado que seguía siendo delgado. Este largo encierro me provoca sueños increíbles.
- Buenas días, bello durmiente, - dijo Lucía tras un beso.
- Lo de bello no creo, lo de durmiente sí. No veas qué sueño he tenido.
- Ya lo parece, tienes la cara toda sudada. He ido a comprar, tenías la nevera vacía.
- No habías de molestarte, mi padre y yo nos apañamos con poco. Últimamente solo comemos macarrones con atún y tomate.
- Por eso, he comprado verdura. He traído cruasanes. Voy a lavarme y a desinfectarlo todo y hago unos cafés con leche y desayunamos. Todavía están calentitos.
Yo aún me sentía empachado por el sueño. Pensé en qué sería de mi padre, ya era extraño que no viniera. La Mobylette seguía aparcada en la calle, así que no había ido a su casa sin avisar, cosa que en él sería posible.
- No veas, al final me ha pillado el paranoiavirus. Mira que he estado expuesta contigo, en el concierto, en todas partes he pasado de todo y ahora me entra la histeria con retardo. Será por que he leído que son muchas más las muertes de lo que realmente dicen, que en algunos lugares la mortandad se ha quintuplicado.
- Has de ver dónde te informas. Cualquiera publica cualquier cosa hoy en día y hay pandemia de bulos.
- Ha sido un agobio: Prepara la cartera, coge el DNI por si acaso, la mascarilla, las bolsas. Camino por la calle como escabulléndome de algo, como perseguida, manteniendo los dos metros de seguridad. Has de ponerte los guantes obligatorios a la entrada de la tienda, un empleado que pretende ser amable pero que está más agobiado que nadie lo supervisa. Al coger un envase se le pega la etiqueta al guante. al intentar despegarlo, se rompe, vuelvo a ponerme otros pensando que un virus ya me habrá tocado. Me pica un ojo y no puedo rascarme, hago caras raras por si ver si así se me pasa. Al pagar compruebo que los precios han subido desde la compra anterior. Saco la tarjeta, por contacto no funciona, debe haberse estropeado. Toco esos botones para marcar el pin que tantos habrán tocado, hay un millón de virus moviendo sus coronitas, rabiosos y hambrientos. Ahora he de montar una zona de desinfección, lavarme las manos, lavar la mascarilla que es la única y me costó una pasta, limpiar los pimientos uno a uno, los plátanos, las manzanas, los envases. ¿Debería tirar lejía a los cruasanes? Vete a saber quién los ha tocado. ¡Mierda! Los zapatos, me he olvidado de los zapatos, tendríamos que poner una alfombra empapada de lejía en la puerta, ahora he de fregar por donde he pasado.
- Eres un poco bipolar tú. Antes no te preocupaba nada de esto.
- Ya, es cierto. Puto paranaoiaviros ¿Lo vuelvo a mandar todo al carajo?
Le dio un mordisco a la manzana, sin desinfectar, la piel roja crujía y enseñaba el corazón dorado y jugoso, los dientes blancos se hundieron en la carne frutal, sus labios hablaron silenciosos: el erotismo del mordisco de Eva al fruto prohibido del Paraíso.
Aporrearon la puerta. Observé por la mirilla, pero no vi a nadie, de pronto saltó el mono, para que le viera. Abrí. Estaba alterado, señalando hacia abajo.
- ¿Qué pasa, Chewaka? ¿Has visto a Dark Vader? - Dije.
- Parece querer decirnos algo, - notó Lucía.
- Pues no entendemos el lenguaje de signos.
- De eso te hablaré en otro momento. Vamos, sigámosle.
Bajamos al piso de Doña Paquita. Ella no estaba, nos condujo hasta la habitación y ahí encontramos mi padre tendido en la cama, sudado y ojeroso.
- ¿Qué haces aquí? ¿Te has liado con Doña Paquita? - Exclamé.
- Llévame a casa. No me encuentro bien.
Eso parecía.
Continuará.

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