Diario de alarma. Cuadragésimo tercer día

Diario de alarma. Folletín real de ficción.
Cuadragésimo tercer día.
Apostilla.
La canción de Ariana.
El ruido seco de la cerradura, las bisagras que chirrían. Las puertas tienen una virtud que no tienen las ventanas. La ventanas son un cuadro en el que solo se puede ser espectador, con una puerta entras dentro del paisaje y el paisaje se dibuja por todos lados, te envuelve el exterior, grande e ignoto. Pinceladas de luz dibujan los contornos, pinceladas blancas en el cielo sobre tus hombros, el aire te merodea, brisa que trae aromas de otros lugares y momentos. Las piernas acometen su función de escribir pasos en la tierra, los pulmones cogen un poquito de lo que antes otros respiraron. La puerta está abierta, traspásala. Un paso no es solo un paso, es el inicio de un nuevo caminar, envuelto de una nueva realidad.
Las calles se salpican de niñas y niños correteando, las calles cobran vida tímidamente. La carrera está limitada, solo ver pero no tocar, como una cata del exterior, de lo que te perdías en tu encierro, de aquello que seguía sucediendo. Las calles se salpican de niñas y niños correteando pero no pueden jugar en los parques, cintas de plástico los vedan, los guardianes acechan con malas maneras, la calle no es de todos. Los niños caminan desposeídos de su propio territorio, como los indios, con los pistoleros con las armas desenfundadas jugando en su terreno. Parece que madurar consiste en arrancar poco a poco a los niños su esencia de niños. Hacerles tener miedo a los demás, tener miedo a jugar, tener miedo a caminar. Romper el entramado de ramas y raíces, meterlos en maceteros, criarlos como en un vivero para su posterior venta en el mercado. Esta labor perversa no solamente consiste en arrancarlos de la calle, se trata de crear un trauma para que ellos mismos configuren así el mundo que heredarán.
Hoy, manos pequeñas se agarraban con fuerza a los dedos de padres y madres, conteniendo las ganas de correr. La nueva generación de temerosos contemplaba el silencioso decorado de después de un desastre, sin gente apenas, con puertas cerradas y con miradas tras los cristales, un mundo extraño.
Mamá ha llenado con sus cosas una pequeña bolsa de viaje, poco equipaje. Lo poco que queda, lo poco que tienen, lo que no les robaron aunque no sepan que les robaron. Ariana lleva la ropa limpia, la más nueva, huele a suavizante. Lleva las zapatillas que les dio la madre de Olga porque le iban pequeñas. Le gustan mucho, pero no está alegre. La puerta se abre, traspasan el umbral, el rellano se antoja inmenso, los pasos reverberan al bajar la escalera. Ioana abre la puerta principal con las manos dentro de los guantes, fuera, espera la calle. Debería salir a la carrera, con las manos alzadas, disfrutando, comiendo la distancia con sus pequeños pasos, pero Ariana tiene miedo. Lo inmenso es hostil, tiene deseos de volver hacia dentro, a casa de Lucía, la que canta, la que también conoce el país secreto de los pajaritos. Quiere volver para estar siempre ahí protegida del monstruo que pasea por pueblos y ciudades. Pero agarrada de la mano de su madre, conteniendo el llanto en silencio, inaugura la distancia.
Los pájaros, amigos, vuelan.

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