Diario de alarma. Decimonoveno día

Diario de alarma, folletín de ficción de cuarentena por entregas.
Decimonoveno día
Ha llovido una barbaridad. El barranco baja como nunca lo había visto. El agua marrón salta entre las piedras, en tropel, como una desbandada de bisontes. Llevamos dos días así y no puedo hacer más que estar encerrado en casa y verla caer. He hecho pasar a los perros, me sabía mal dejarlos fuera. A Ascaso, que es un labrador, le encanta el agua, el tipo se queda durmiendo en su agujero en la tierra aunque caiga un aguacero, pero esta mañana Calzaslargas se arrimaba al porche, hecha un ovillo sobre la alfombra, tiritando y mirándome con esa cara de pena que sabe hacer tan bien. Queda poca leña, pero mantengo el fuego a mínimos, echando un tronco de olivo muy de cuando en cuando que durante horas se consume mirándome con ojos encendidos e hipnóticos. El fuego, los libros, los animales y el vino hacen que pasen las horas muertas de la mañana. Casi al mediodía me levanto, me duelen las rodillas, cuesta enderezar la espalda, como si la columna vertebral fuera una cuaderna de madera de higuera. Aparenta que esté dispuesto a hacer algo, que haya tomado una decisión, pero doy una vuelta por la casa, que consiste en una estancia de siete metros por cinco donde está la cocina, el comedor, un sofá, la librería y la cama, y vuelvo a sentarme junto al fuego. Me lío un cigarrito tocado de hierba.
Cuando no llueve, los olivos, el mantenimiento de la casa, los animales, me dan trabajo hasta que se pone el sol. Ya tengo leídos todos los libros, por eso ahora añoro tener otras distracciones. No tengo televisor, por las ondas nocivas, ni siquiera radio, por las escuchas. Guardo el móvil que me regaló Liberto, mi hijo, en una caja metálica y envuelto en papel de aluminio. Podría llamarle, desde navidad que no nos hablamos. No sé nada de él, ni él de mi, pero al teléfono le falta batería, habría de encender el generador para cargarlo, y queda poca gasolina. Mejor guardarla para algo imprescindible, por si las moscas. Nada por hacer y fuera llueve que llueve. Ascaso duerme junto al fuego con el gato, pero Calzaslargas es más inquieta, se sienta mirándome con la cara de pena.
- Ay pena penita peeena, - canto-. Carita de pena, carita de pena, carita de pana, carita de pino, carita de penee. - Entiendo su expresión al tener que aguantar mis tonterías de payaso sin gracia.
Dice Liberto que me he convertido en una de esas personas que tienen la psicopatología de creer que los animales pueden les entender, y viceversa. Si es cierto, estoy muy enfermo. Tengo largas conversaciones con Calzaslargas, el otro es más reservado. Me escucha atentamente y asiente o niega según considere (yo). Siempre me hace repensar las cosas. Quizá tenga razón mi hijo, pero es un buen método para combatir la soledad. La soledad es como cualquier persona, convivir día y noche con ella a veces resulta pesado.
La lluvia da una tregua. Se está poniendo el sol cuando salgo de la casa. Todo está empapado, aún llueve bajo los árboles, un viento frío que viene del puerto sacude miles de gotas. Si subo a la antigua era, entre márgenes desolados, puedo observar el llano, las nubes abiertas sobre el mar y recortando las montañas. Los rayos de sol, atravesando el aire horizontales, forman un arco iris casi completo. Al este, cerca del río, sigue la lluvia, el pintor del paisaje ha pasado un difumino. El tiempo está extraño, llueve como debería llover, como cuando era joven y los días de lluvia duraban una semana. Es como si algo estuviera pasando ahí abajo , en los pueblos. Apenas suben coches por la carretera que va al puerto de montaña, ni siquiera en los fines de semana, en los que veías caravanas de domingueros de trekking, que le llaman ahora, equipados como si fueran de al Himalaya, llevando encima un pastón en ropa. No hay ciclistas que se cuelen entre los olivos. Apenas pasan aviones, no se dibujan líneas cruzando el cielo. Recuerdo que cuando dejé la coca, hace más de diez años, cuando vinimos aquí con Valle, ver todas esas líneas blancas en el cielo aumentaban mi síndrome de abstinencia. Los pájaros están de fiesta a primera hora de la mañana, se cortejan desde el amanecer, parece que se llamen los unos a los otros y que acudan aquí de todos los rincones. No creo que este sea un santuario ornitológico especialmente, así que si en mi terreno, -dos hectáreas de secano-, hay una persona y tal cantidad de pájaros, cientos, el cálculo en toda la tierra sería un número inmenso. Están llegando las golondrinas, anteayer vi algunas. Incluso las cabras salvajes, están más intrépidas que de costumbre, las veo cómo bajan de los riscos y se dirigen al pueblo, a buscar basura. Los jabalíes hacen lo mismo, por su cuenta. A Triceratops, que es como le bauticé, no lo he visto. Es un jabalí gigante un auténtico mamut, descomunal, negro, de pelo encrespado, hocico largo. Lo vi el año pasado al otro lado de un barranco. Iba con Ascaso, él se quedó parado, con una pata en el aire, husmeando. Ni ladró, parecía no entender qué tipo de animal era aquello. Espero no encontrármelo de frente en un sendero.
Está aclarando. A lo lejos, a la orilla del mar, se puede ver el pueblo donde vive Liberto, Morgan, quiere que le llamen. Siempre nos ha reprochado a Valle y a mi que le pusiéramos ese nombre. Anda que Morgan... suena a serie cutre de los ochenta. De carácter, Liberto se parece mucho a mi. Yo también odiaba a mi padre. Igual que yo, se lo curró para que sus hijos le odiaran. Decidido. Voy a coger la Mobylette y me bajo a su pueblo, es momento de estirar las piernas. Compraré comida que hace falta, vino, gasolina y llenaré la bombonita de butano. Si puedo cargaré pienso para los animales, si no, ya iré a la cooperativa de aquí la semana próxima. Así tengo excusa de ver al chaval. Bueno, a ver, el chaval debe tener... si yo tengo sesenta y nueve... él ya tiene ni más ni menos que cuarenta y tres tacos. No sé si se alegrará de verme. Yo sí, que es lo que interesa. Lo siento, la familia no se elige.
Lleno el depósito de la moto con la última gasolina que queda, cojo la cartera y descubro que el carné está caducado de hace seis meses, tengo doscientos euros, gasto poco y de mes en mes bajo al pueblo de al lado a sacar dinero de la paga en la caja rural. Cierro bien la casa, aunque si quieren entrar a robar no les costará nada. A la Mobylette le cuesta arrancar, pero gracias a los pedales y a que el camino de la finca es cuesta abajo, al final nos lanzamos petardeando entre el mar de olivos, hacia la civilización.
(Continuará)

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