Diario de alarma. Día vigésimo noveno

Diario de alarma. Apostillas de personajes secundarios no por ello menos importantes en el desarrollo de la historia general.

Día Vigésimo noveno

Amancio

Guardémonos en nuestras casas mientras pasa la tormenta. Dejemos las calles, que el viento arrecia. Pura poesía para mis oídos. Nos quedamos en casa, repite el patio del vecindario, confuso. Yo sonrío. Así me gusta. Buenos chicos. Yo, en mi casa podría tirarme meses, el jardín, el jacuzzi, la piscina cubierta, mi cine privado, el bosque particular, el gimnasio, la sauna y el baño turco, la habitación de los juegos, mi biblioteca, el despacho, el billar, el garaje de los coches, mi colección de arte, la barbacoa, el bar, la sala de baile de las chicas, el campo de golf, el coto de caza, la marina con el yate... Los incívicos inventan cualquier excusa para salir de sus casas. Si hubieran trabajado como yo, quizá no vivirían en sus cuchitriles.
En los talleres de Bangladesh mis máquinas no paran. Los del sindicato que pedían equipos de protección han sido despedidos y amenazados, no volverán a molestar. Alguien escribió Help oculto en la etiqueta de una camiseta que se vendió en el Kiddy's Class de Reus. Las cámaras frías tienen una alfombra de bolsas negras en Bogotá. Aluma no puede vender la yuca en el mercado de Darfour, no se contagiará del virus, pero ni ella ni sus hijos van a poder comer. En Teherán un anciano mira por la ventana y ve lo mismo que una niña de Reikiavic. Un ATS muere sin EPIs en la UCI de NY... ¿Creéis que no lo sé? Sé lo que está sucediendo. Yo me entero de mucho más que vosotros. Y sé más de vosotros que vosotros mismos. Lo estáis dando todo. Estáis extenuados. Es mejor así, porque así el negocio funciona y así funciona el negocio. Os estáis portando muy bien. Estoy orgulloso de vosotros, luchando en la primera linea de frente, sin armas, sin trincheras, en una guerra en la que se os va la vida, en una guerra contra un enemigo invisible, como gusta decir a los medios, sin saber que el enemigo es quien os espolea hacia el campo minado dándoos ánimos, admirando vuestro coraje. Las minas anti persona de última generación están fabricadas por una filial de mis empresas. Buena calidad a buen precio si compras al por mayor. Patrocino el entierro de esos cuerpos fragmentados con propaganda en los ataúdes, en los coches mortuorios, en las morgues improvisadas. Vosotros ponéis las bajas, yo los beneficios los guardo en Suiza a buen recaudo.
Mañana iréis a trabajar. Ayer no podíais ni ir a enterrar a vuestros abuelos, pero he hecho las llamadas pertinentes y está solucionado. Si mañana podéis ir a trabajar es por mi y mis amigos. Dadme las gracias.
Mañana poneos las mascarillas y mantened las distancias en la estación de metro de Collblanc. Mantened el cerco invisible con los ojos como espada, el otro es el enemigo. Desplazaos en vuestros coches a la central de logística, al polígono químico de al lado de vuestras casas. Entrad ordenadamente en las fábricas. Apilad los contenedores en el puerto.
Yo dormiré hasta tarde. Me prepararán el desayuno. Constataré cómo mi industria reemprende su actividad por los beneficios en bolsa. Jugaré, invirtiendo ahí, invirtiendo allá. De eso saben mis asesores, por eso les pago, por eso son los mejores.
No hay que detener la curva de los beneficios.
Después de la jornada, regresad pronto a casa bajo pena de multa. Encerraos delante de la pantalla que tengo cosas que contaros. Hoy he hecho tal y cual beneficencia. He regalado mascarillas al hospital de Oviedo. He comprado respiradores con una parte de lo que me he ahorrado en Bangladesh, mis gestores de comunicación lo han predicado a los cuatro vientos. Dadme otra vez las gracias, no paréis de felicitarme. Nunca es suficiente. Un niño en Botsuana agradece la leche en polvo que le ofrezco mientras guardo su diamante en mi bolsillo.
Hoy hace un buen día, me siento en plenitud. Meriendo pan con mermelada ecológica de naranjas valencianas. El jardinero deja que crezcan amapolas a los pies del seto recortado, también salpican como goterones de sangre el verde campo recién segado, fresco todavía de la humedad de la mañana. Amapolas hermosas, frágiles, livianas y breves como las empleadas de las maquilas en México. Tengo partida de golf con Felipe, el hijo de la Botín.
El día de la mona en el planeta de los monos
El chimpancé.
Chulesco, camina rozando con las manos el suelo en un bamboleo. Se agazapa tras unos contenedores y cuando el repartidor entra con unas cajas, se cuela tras él con sigilo. Sale en pastelero, intercambian papeles con sus manos enguantadas y ambos se van. Cierran la puerta por fuera. Entonces, el mono escapado del circo sale de su escondite y se sube de un salto al mostrador. Da un manotazo a la caja registradora y la tira el suelo. Se asusta del ruido y corre por el pasillo hasta el obrador. Ahí encuentra un montón de sacos de harina. Como hay uno medio abierto, unta su dedo en la harina y la lame. No le gusta el sabor, sin embargo le sorprende cómo mancha su mano de un blanco inmaculado, hunde las manos en la harina, la lanza al aire. Se anima, y en un baile frenético lanza harina por toda la sala. La chistera, la americana, las manos y los pies, su pelaje, los bancos y estanterías, todo queda cubierto de una fina capa blanca. Vuelve a la tienda contento. Entra en el escaparate. Juega con las monas de pascua, le sorprende la vistosidad de los huevos de colores, rompe casitas de chocolate decoradas con plumas amarillas. Hay una tarta de varios pisos con las figuritas de una pareja trajeada. Hunde los dedos en la viscosidad del bizcocho, lame la nata y los cagalloncitos de moka. El azúcar le excita, el licor del pastel le da una sensación de ingravidez y euforia que no conocía. Tira todo lo que encuentra. Con la barriga como un globo, el mono duerme la mona sentado en el mostrador. Al mediodía despierta, vuelve al obrador, defeca en un montón de harina y valiéndose de dos sillas, se encarama y escapa por un ventanuco en lo alto de la pared. Sube a los terrados y va pasando de una casa a otra. Encuentra una claraboya abierta, se descuelga de ella y accede a la gran sala del Auditorio Municipal. Se da palmadas en la panza y grita, y la antigua iglesia reverbera el sonido amplificado, le gusta y lo repite un buen rato, escuchando la respuesta del eco. Hay cuadros de una exposición colgados en las paredes. Le llama la atención el retrato de una señor de rostro redondo vestido con corbata y americana. Lo descuelga y empieza a rascar la pintura de la cara hasta que desgarra el lienzo. Introduce la cabeza por el agujero y se sienta en el centro del escenario. La imagen resultante es el cuadro hiperrealista del cuerpo trajeado elegantemente y la cabeza del chimpancé con cara de sueño, el labio descolgado, los mechones negros de su grueso pelo contorneando el rostro. Nuestro protagonista piensa en sus compañeros del circo, los otros monos, le viene la imagen del trabajador del circo que le da de comer y le cuida. Lanza iracundo el cuadro en medio de las butacas. Abre un baúl del escenario y revuelve ropa que debe ser usada por algún grupo de teatro. Se viste un camisón rojo. Vuelve a salir por la claraboya. La calle sigue vacía, hace piruetas en los árboles, rompe papeleras. Consigue entrar dentro de la biblioteca. Es blanca y ordenada, con un amplio hall con grandes lámparas de madera que cuelgan del alto techo. El chimpancé toma cierta actitud de reverencia. Camina silencioso mirando las estanterías llenas de libros cuidadosamente catalogados. Admirado por el silencio que impera, recorre el laberinto de libros, se sube a algunas estanterías y va llenando el carrito metálico. Trópico de Cáncer, el Libro de los Muertos, Memorias de Ágata Ruiz de la Prada, El Decamerón, Cien maneras de hacer pan con tomate, La insoportable levedad del ser, el Hombre que arreglaba las bicicletas, El poder de la memoria, técnicas de autoaprendizaje. Se sienta en los cómodos sofás, los pies sobre la mesa. Lee la Vanguardia del lunes nueve de marzo, el Marca y el Expansión. Come rosquillas rancias y un montón de caramelos que encuentra en un cajón del mostrador. Abre un grueso volumen de una enciclopedia universal en la primera página. Ve horizontales lineas paralelas de letras diminutas, las lame, recorriéndolas con la lengua como si fueran un camino de hormigas y las devora una tras otra, quedándose así en su memoria. Leyendo Edipo Rey se duerme. Sueña como sueñan los monos, a saltos.
(Continuará)

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