Diario de alarma. Vigésimo primer día

Diario de alarma. Follitín por entregas.
Vigésimo primer día
La moto tiene casi tantos años como yo. No está para estos trotes. A la media hora de circular por el camino asfaltado ya muestra síntomas de agotamiento. Antes solía bajar al pueblo en bicicleta, pero ahora el dolor de rodillas me lo impide. Las últimas veces me esforzaba, era un reto lograrlo. Lo había estado haciendo toda la vida, lo de ir en bicicleta. ¿Porqué no habría de poder ahora? La última vez que lo probé fue definitiva, soplaba viento del norte y me costó horrores regresar a casa con la compra. Así que desempolvé la vieja Mobylette. Cuando le quité la lona dormía en su sueño mecánico. Legañosa y confundida miró alrededor, el almacén pintado con una pátina de polvo, como un cuarto de Pompeya. Hubiera querido seguir en el sueño de los trastos, envejeciendo sin uso hasta ser óxido, pero la desperté, la saqué a la explanada e intenté arrancarla. Ella me miraba desde su faro, confundida y perezosa.
Debe fallarle la bujía, por eso petardea y parece que va ahogarse, se recalienta.
- No te preocupes Mobylette, a quien hace lo que puede no se le debe exigir más. No tengo ninguna prisa. Descansaremos. Yo dormiré en una caseta de piedra. En esa misma. Parece que está en buenas condiciones. - Le digo a la moto, pero me sigue mirando sin comprender.
Recorro el resto de la ruta de madrugada. Son incontables las liebres que se cruzan en el camino. Los días de lluvia han dado paso a cielos limpios y luminosos y el pueblo ya está cercano. El mar espejea, al fondo se distingue el penacho negro de las islas. El delta del río está cambiado, extraño. La lengua de arena que formaba un estuario se ha convertido en grumos dispersos. No circulan tractores, ni furgonetas de gente que van a las fincas. Cruzo el polígono industrial, internándome en la civilización. Me habré equivocado de día. Debe ser domingo, todas las pequeñas fábricas y talleres están cerrados. Paro a repostar gasolina, la necesitaré para llegar a casa de mi hijo. Es autoservicio, ya no hay gasolineros, se ahorran trabajadores. Por suerte puedo pagar sin tarjeta a una joven que me atiende con guantes médicos puestos y una mascarilla. ¿Desde cuándo contratan enfermeras en las gasolineras? Hace bien, una chica precavida. La gasolina es muy peligrosa para la salud y es bueno que se proteja. Cuando salgo de la tienda entra un hombre que se espera, también lleva mascarilla, me mira con desconfianza, otro precavido.
Petardeando voy por la entrada del pueblo y todo está cerrado. Un chico de la limpieza mira la calle apoyado en la escoba, con el capazo vacío, como preguntándose qué sentido tiene barrer si está todo barrido. También lleva mascarilla y me mira al pasar como quien mira a un loco. Algo está pasando. Algo gordo. Cruzo una ciudad fantasma. Es lo que tiene vivir como un eremita, el mundo lleva su vida alocada y uno piensa que todo ha de seguir estando como estaba. Pues no, las cosas han cambiado. Me estoy preocupando. ¿Estaremos en una guerra bacteriológica? Todo parece indicar que sí. ¿Contra qué enemigo? ¿Cómo puede haber pasado todo esto en tan poco tiempo? Hace apenas un mes bajé a la Cooperativa y nadie comentaba nada. Desde la oscuridad de sus casas me observan vecinos, acechantes, desconfiados. Se confirman todas mis teorías más terroríficas. Un virus o algo nos está convirtiendo en bestias, fuerzas alienígenas en complot con los Iluminati han dominado definitivamente la tierra. Los reptilianos quitándose la máscara en la sede de la Naciones Unidas. El Vaticano también deben tener cartas en el asunto, menudos lagartos son esos. Temo que me pare la policía, ellos son los primeros a quienes habrán controlado los invasores. No tengo seguro de la moto, llevo el carné caducado, si me ven, me capturan. Tengo tan mala suerte que ¡bingo! me topo con ellos al girar la esquina. Por suerte están discutiendo acaloradamente con una señora que lleva un camaleón agarrado de una correa. El bicho mira con esos ojos estrábicos, tiñéndose del color de la farola, intentando pasar inadvertido. Sigo mi recorrido sin que me paren. Acelero, ya estaré llegando, ese parque me suena, la casa de Liberto está por aquí. Ya estoy ante el edificio. Alguien ha pintado en el contenedor de basura:
La idealización apocalíptica es una profecía autocumplida.
¡MUERTE AL FUTURISMO!
Hoy en día la gente protesta por cosas muy extrañas. En el portal me cruzo con un señor con un carro de la compra.
- ¡Buenos días! - le digo afablemente.
No contesta y se escabulle zigzagueando por la acera. Entro en el edificio. Miro los buzones, no recuerdo el piso donde vive. Hay uno que no tiene nombre, ese debe ser mi chico. Yo tampoco habría puesto mi nombre, a nadie le interesa dónde vivo. Tercero B. Llamo al timbre. No contesta. Insisto, oigo pasos que se aproximan, alguien observa por la mirilla. Escucho decir:
- ¡Qué cojones!
Abre, pero con la cadena puesta. Por la ranura que deja la puerta veo a mi hijo, vestido con un pijama azul decorado de plátanos, con unas zapatillas de ir por casa horrendas, del tipo ese de dibujos animados con cara amarilla. No es muy madrugador y tiene un gusto del culo.
- - ¡Hola hijo mío! - Exclamo sinceramente contento.
¿Papa, qué hostias haces aquí?
- Yo también me alegro mucho de verte. ¿Vas a dejarme pasar?
- ¿Cómo se te ocurre bajar al pueblo?
- Bajo por vino, comida, picadura, lo de siempre y he pensado, voy a ver a mi hijo que hace mucho que no lo veo, y aquí estoy. ¿Vas a dejarme pasar?
- Eres grupo de riesgo.
- Gracias, ¿vas a dejarme pasar?
- Tengo síntomas.
- Oye, pues muy bien, quiero decir, lo siento. ¿Vas a dejarme pasar?
- Estás como una regadera. Siempre lo has estado, pero esto ya debe ser demencia senil. Lo tuyo es grave.
- Yo también te quiero, hijo. ¿Vas a dejarme pasar?
- Sí, pasa, no sea que nos vean. Hay algún vecino muy chivato, - dice tosiendo.
- Serán del Partido, como en Cuba, que hay un miembro del partido en cada edificio, para informar a los de arriba, - comento mientras entro.
- Eso será, papa.
- Yo estuve en Cuba. Conocí a Fidel, un tipo parco en palabras.
- Ya me lo has contado mil veces, papa.
- ¡Un abrazo, pequeñín! - Me acerco hacia él con los brazos abiertos. Retrocede con ojos de pánico.
- ¡No te acerques!
- Pues sí que estás cariñoso, hijo.
- ¡Que no te acerques! - Grita nervioso- Es por tu bien. Mantén la distancia de seguridad.
- ¿Y dices que soy yo el que está como una regadera? De acuerdo, mira, me quedo aquí.
Aparto ropa y me siento en el sofá, se hace un silencio incómodo que debo romper.
- ¿A estas horas y todavía en pijama? - comento.
- No me encuentro bien, tengo tos, - responde molesto mientras vuelve a toser como para demostrar que no me engaña. – Además, ¿has venido a meterte con mis costumbres?
- No. Te invito a un vermú. Supongo que debe haber algún bar abierto en este pueblo. Viniendo hacia aquí parece que sea fiesta patronal o que nos hayan invadido los aliens.
- Más bien lo segundo, papa, más bien lo segundo. - Sentencia Liberto con seriedad.
Mis sospechas se confirman. Están aquí, entre nosotros. La invasión, irremediable, destructiva. El fin de la humanidad tal y como la entendemos. El principio de una nueva era.
Lástima, con el antojo que tenía de unos mejillones al vapor y una de bravas.
(Continuará)

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